Buenas tardes a todos y bienvenidos,
Lo mejor que alguien se le puede ocurrir en la vida, sobre todo si le sucede cuando tiene aún mucha por delante, es poder conducir su libertad a su horizonte más amplio y eso solo se hace si se es capaz de plantearse las preguntas fundamentales que nos permiten a cada uno situarnos ante las auténticas encrucijadas de la existencia.
Los grandes pensadores de la Antigua Grecia las formularon como si de una geometría del espíritu se tratase porque nada verdaderamente valioso es tan obvio como para que no merezca la pena ser interrogado. Por eso ya se preguntaban, ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿qué sentido tiene la vida?
Nuestro tiempo, del que salimos, presenta una grieta peligrosa. Es la falta de preguntas. En el 2024, en la Bienal del Pensamiento, Zadie Smith reunió a un grupo de jóvenes para intentar saber y ver en qué consiste la personalidad en estos tiempos. Entre ellos, lo primero que detectaron es que estamos muy empeñados en fabricarnos una personalidad online, que dedicamos mucho esfuerzo a lo que ven los demás de nosotros, y todo ese esfuerzo se está restando a hacernos las preguntas fundamentales en la vida. Decían aquellos jóvenes que «podemos perder la identidad real si no somos capaces de preguntarnos por lo que llevamos dentro».
Sí, la falta de preguntas provoca una cultura chata en su horizonte y condenada a volar muy baja. Nos resulta inservible pensar que tengamos que ser salvados de algo y, sin embargo, naufragamos en la incertidumbre y nos da mucho miedo el futuro. Así, ante una pandemia como la que pasamos, se nos olvida, olvidamos las preguntas y lo que hacemos es, ante el miedo, nada. Tirar hacia adelante.
Decía Heráclito que «quien no espera lo inesperado, no lo reconocerá cuando llegue». Si no nos queremos dejar sorprender por el Dios que nos llama por el nombre, acabaremos –y lo sabemos– vagando sin esperanza en un mundo cada vez más huérfano, frío y deshumanizado. Sin embargo, cuando somos capaces –como nos atrevemos a hacer estos días– a elevar la mirada, agudizar el oído y cultivar la capacidad para la admiración y el asombro, entonces escuchamos aquello que describía bellamente Lope de Vega: «Pastor que con tus silbos amorosos me despertaste del profundo sueño».
Despertad. Despertad es la llamada. Despertad de la adormidera para dejar resonar en el corazón las preguntas fundamentales. Es el deseo que tenemos y por eso hemos venido aquí. Despertar para percibirnos cada uno y cada una como creados y amados por alguien desde siempre. Al revelarnos Cristo Jesús la verdad sobre Dios y sobre el hombre, nos ofreció pistas suficientes para encontrar los caminos de respuesta a estas y otras muchas preguntas que se consideran esenciales. La Revelación es así la historia de un coloquio amoroso entre Dios y el hombre. Por eso, necesitamos transitar de la cultura de la autonomía radical a la cultura del encuentro y del diálogo que incorpora a los otros y al otro por antonomasia.
Sí, el Señor nos ha revelado que somos hijos amados de Dios, que venimos de Él y a Él nos encaminamos, y que la misión a la que nos llama en este mundo es la que da sentido a cada una de nuestras vidas. Solo hace falta situarse, sentarse con otros y escuchar. Nuestra cultura además presenta otra grieta considerable y que la destacamos en la reunión de estos días: el grave error del divorcio entre la fe y la vida diaria. Es un fenómeno que se ha intensificado en nuestros días. Este divorcio puede llevar a que los cristianos no reconozcamos la vocación bautismal y que nos veamos desarrollados en otros ámbitos, pero no en el fundamental de nuestra vida: en la familia, en la profesión, en la vida social. Esta grieta limita nuestra capacidad de vivir plenamente la fe en todos los aspectos de la vida.
Abrirnos a la vocación y a la vocación en la vida implica empeñarnos en ver cómo integrar, en definitiva, la fe en la vida cotidiana y cómo cada persona puede cumplir así, y no de otra forma, su misión en el mundo. No hay que inventar otra cosa.
Ante esto Cristo Jesús responde: Él no nos propuso solo una meta o un propósito o un ideal fuera de nuestra esfera en la vida concreta. Él se encarna, y desde el misterio de su encarnación nos propuso como tarea una relación personal con Él, un encuentro con Él que nos llevase así a una relación con los demás, con la humanidad y con la creación. Cristo Jesús sencilla y llanamente vino a nuestro lado para llamarnos a Él y seguirle a Él.
Maestro, ¿dónde vives?: esta es la pregunta. Porque la respuesta inmediata es una invitación a la experiencia: «Venid y veréis». Sabemos bien que, yendo tras Él, incluso con los tropezones que damos todos en la vida, los tropezones que damos en el camino, la experiencia es espectacular, gratificante, llena de sorpresas, hasta comprobar que en verdad Él hace nuevas todas las cosas.
Por eso, queridos amigos, nos reunimos aquí para decir a todos y profundizar una Buena Noticia: nuestra vida tiene futuro y tiene sentido porque depende de la llamada de Dios. Pero no solo cada uno es llamado, somos con-llamados, con-vocados, Dios llama en la Asamblea que es la Iglesia, por eso la vocación general a la existencia se profundiza cuando descubrimos nuestro bautismo y luego se despliega en otras diversas formas al interior de la comunidad de fe que es la Iglesia. Por eso nos reunimos, para reflexionar y seguir avanzando en esto de la vocación.
El poner la llamada fuera de nosotros, lejos de alienarnos o convertirnos en seres dependientes como nos dicen otros, nos da alas para vivir más habitados, más arraigados, haciendo uso de nuestra libertad. Percibir cómo hacemos estos días, es lo mejor y la mejor parábola porque nos saca del encasillamiento, de la autorreferencialidad y nos hace caminar juntos.
Sí, caminar y aprender a ver dónde está la jerarquía auténtica de la vida. Dios nos saca de las absolutizaciones que dificultan la convivencia, de nuestras ideas inconmovibles que polarizan la convivencia y nos impiden aceptar a los diferentes. Cuando vivimos, queridos amigos, la vocación en la Iglesia, sabiendo que bebemos de la única fuente del bautismo, todos y todas, descubrimos la riqueza de múltiples vocaciones que tienen que ser presentadas, cuidadas y acompañadas, pues todas forman el cuerpo de la Iglesia.
Por eso, acierta de lleno el título del Congreso, ‘¿Para quién soy? Asamblea de llamados para la misión’, porque bien sabemos que la vocación, lo que realmente podemos reconocer como vocación, no es ni una predisposición ni una autónoma elección personal ni un empeño voluntarista, ni de lejos la pretensión de ser el amo de mi destino, sino una llamada de alguien para alguien: la llamada del Maestro para seguirle.
Vivimos, y lo estáis demostrando, un momento de gracia en la Iglesia. Sí, gracias a vosotros el Espíritu Santo nos va llevando, de un modo u de otro, a vislumbrar lo esencial de lo que somos y a lo que somos llamados. Sí, a través del Concilio Vaticano II el Espíritu nos empujó a descubrirnos como Pueblo de Dios y Misterio de Comunión, y hoy nos va haciendo ver que, en consecuencia, por nuestro bautismo, todos somos discípulos de Cristo en misión.
Esta es la primera vocación, vocación única que nos iguala a todos; no solo en una única idéntica disposición al servicio de la misión, sino también en corresponsabilidad a la hora de escuchar juntos la voz del Espíritu y caminar unidos para que la Iglesia sea signo y anticipo del Reino de Dios. Allí cada uno tenemos nuestro sitio. Ayudar a escuchar la vocación debe, por tanto, enfatizar la importancia de la comunidad. Esto implica crear un ambiente como el que estamos empezando a crear, donde todos nos sintamos valorados y apoyados en el camino.
Pongámonos en camino, queridos amigos, en camino y al modo sinodal. Desterremos de una vez esa forma de ver las vocaciones en la Iglesia como una suerte de estructuras que se relacionan entre sí, con criterios mundanos de reparto de poder. Simplemente, preguntémonos juntos, ¿para quién soy?, ¿para quién y para quién es esta Asamblea?
Con mucho gusto, la archidiócesis de Madrid os acoge a todos los participantes en este Congreso, a la vez que queremos ofreceros nuestros brazos y todo lo que podamos hacer en nuestra diócesis. En Madrid se dice una cosa, ‘De Madrid al cielo’: estamos en el mejor sitio porque de lo que se trata es ‘De este Congreso al cielo’. Pero al cielo pisando la tierra. También de Madrid se dice que ‘sus muros de fuego son y sus cimientos de agua son’. Pues que tengamos nuestros cimientos en el agua del bautismo y desde el agua miremos juntos al cielo.
Os propongo, como deseo compartido de estos tres días, que nos escuchemos unos a otros, que podamos acoger lo que el Espíritu habla a las Iglesias y ayudaremos a tantas personas, sobre todo jóvenes, a descubrir que son vocación y a descubrir cómo ahondar la propuesta. Ciertamente, así encontrarán sentido a su vida si se preguntan no qué son, sino para quién son.
Queridos amigos, somos un signo precioso de que nuestra vida tiene futuro y nuestra vida tiene futuro si la vivimos como vocación al servicio de todos, para que todos tengan vida y vida en abundancia.
Muy feliz congreso, muy feliz trabajo y ya sabéis: ‘de Madrid al cielo’.