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Jueves, 26 diciembre 2024 17:27

Homilía del cardenal José Cobo en la Eucaristía de Navidad (25-12-24)

«Alegraos, alegraos porque Cristo ha nacido». ¡Feliz Navidad!. Para nosotros no es una frase hecha o de cortesía, es un deseo que estos días lanzamos y que parte de una constatación: la verdadera Navidad, nuestra Navidad, es una propuesta de felicidad auténtica, no de temporada, no eufórica y superficial. Es la posibilidad de acoger sencillamente una Palabra activa, el Verbo que viene del mismo Dios y que da respuesta a nuestras preguntas más profundas, a nuestros anhelos más hondos, a nuestras esperas más complicadas.

Mucha gente, cuando llegan estas fechas, se siente sola, herida, triste, y lo único que desean es que pase pronto. Estas fechas sacan a la luz soledades, tristezas o amarguras, y lo que quieren es que pase. Mucha gente, ante nuestro deseo de feliz Navidad, nos presenta el desasosiego, el malestar que percibe porque el imperativo de felicidad al que hipotéticamente queremos llegar, ven que ellos no llegan.

Por eso, especialmente hoy, me gustaría saludar a esas personas que están más tristes en estos días. Desde lo que hoy celebramos quisiera deciros que la felicidad que trae este Niño Dios sí está al alcance de todos, también al alcance de los que sufrís y mostráis vuestro portal de Belén. El nacimiento de Cristo no es una dicha solo conseguible por los triunfadores o la gente que está en un momento dulce o los que viven en la cara amable de la vida. La promesa que trae Jesús, como anunciaba el salmo, «llega a los confines de la Tierra». Llega a los confines geográficos, pero también a los margines existenciales, a los confines más duros, a miles de realidades que se conforman como aquel, primer y sencillo portal de Belén.

Esta promesa lleva y llega a los belenes del mundo y a ese belén que cada uno de nosotros llevamos dentro. Muchas imágenes describirán a Jesús, muchas intuiciones: Maestro, amigo, Pastor, Señor, Hijo del Hombre. De todas ellas quizás la que hoy se nos ha proclamado es uno de las más bellas: es el Verbo, la Palabra Activa de Dios. Jesús es la Palabra con la que Dios viene a despertarnos, a removernos y a reconciliar este mundo en guerra. En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los profetas, pero al final su palabra última tiene un nombre, es Jesús. Cuando Dios quiso hablarnos de sí mismo y lo quiso hacer con claridad, con cercanía y de una manera definitiva nos da su Palabra, el Verbo: la Palabra se hizo carne, se hizo hombre y plantó su tienda entre nosotros.

La Palabra se hizo carne y no cualquiera: es la de un niño para que todos podamos entender y para que todos palpitemos con ella. Palabra que luego se proclamará en la vida y en los signos de Jesús, en sus palabras concretas, en su enseñanza, en su forma de ser maestro, en sus parábolas que nos siguen describiendo de manera acertada cómo es nuestro mundo. Y también palabra que se hace vida en los diálogos con los pecadores, con los enfermos y con las autoridades de su tiempo. Pero, sobre todo, y más aún, la Palabra de Dios se rebela en Jesús y se proclama cuando lo contemplamos en su vida, en sus obras, en obediencia a la voluntad del Padre y a su pasar por este mundo haciendo el bien, amando hasta el extremo y confiando en la vida plena más allá de la muerte.

Por eso en nuestro mundo lleno de palabras y palabrería, palabras parciales, violentas y vacías, Jesús es la Palabra que nos ayudará a entender quién es Dios. Jesús es la Palabra que nos ayudará a ver cómo ha de ser el mundo si se deja alumbrar por esa luz que brilla en las tinieblas. Jesús es la Palabra que nos da la clave de a qué estamos llamados a ser y a vivir cada uno de nosotros.

La Palabra habitó entre nosotros, el Verbo sigue habitando porque una vez vivida y encarnada ya no hay marcha atrás. La Revelación de Dios en Jesús es definitiva y para siempre. Esa Palabra queda grabada a fuego en nuestra historia y hoy, nosotros que venimos a Misa en este día de Navidad, tenemos una responsabilidad porque hemos tenido la bendición y la suerte de acogerla. Esta responsabilidad es la de hacer que se escuche la Palabra también hoy, que suene en medio de nuestras voces: unas veces solitariamente, en nuestros ambientes, pero otras veces haced que esta Palabra suene también como Pueblo de Dios que somos. La Palabra, que se hace Verbo activo, nos hace, a todos nosotros, comprometidos para que seamos voceros de su contenido. Porque no solo en aquella Navidad hubo quien no acogió la Palabra, no solo entonces hubo gente que prefirió las tinieblas a la luz. También hoy sigue ocurriendo. A veces de manera consciente, otras veces de manera inconsciente porque vivimos distraídos entre tanto ruido, entre tanta palabra vacía o entre tanto discurso que ofrece verdades de saldo, eslóganes ideológicos o recetas sobre lo que ha de ser la vida o la sociedad. Incluso cuando tantas veces se manipula la Palabra de Dios para ponerla al servicio de ideologías o de miradas torpes de la realidad. Acoger la Palabra no es manipularla, es escucharla, respetarla y dejar que actúe en el Pueblo de Dios.

La Palabra que es Jesús es una palabra que suene con tres timbres, tres formas especiales de escucharlas. En primer lugar, esta Palabra es palabra de la verdad: la verdad sobre el ser humano, la creación, la historia y sobre tu destino y nuestro destino. La verdad sobre quién y cómo es el Dios con nosotros, de nuestros limites como criaturas. En un mundo como el nuestro, dónde tanto se acepta y se jalea la mentira o el relativismo, nosotros, como aquellos pastores de Belén, estamos llamados a escuchar la Palabra verdadera que nos enseña a comprender a Dios, al mundo y nuestro sitio en él.

En segundo lugar, igual que suene a verdad, la Palabra es una palabra de justicia y misericordia de Dios. Son las dos caras de la misma moneda: la justicia de Dios no es una exigencia de cumplir alguna ley, sino una propuesta que da sentido, un horizonte en el que vivir y la compasión para saber que, aunque por el camino muchas veces no estamos a la altura, sin embargo, Dios seguirá llamándonos y tirando de nosotros y diciéndonos que es posible construir su Reino. Si eso es la justicia, la misericordia no es trivializarlo todo, no es decir que da lo mismo hacer y no hacer, no es el conformarnos con la mediocridad. La misericordia es la confianza de que con el barro que somos, si le dejamos, Dios puede hacer del mundo un lugar bello, justo y pleno. La justicia, por su parte, es denunciar a todo lo que adultera el plan de Dios y en muchas ocasiones el grito que pide justicia tendrá que ser palabra profética y exigente, que denuncie el mal y las guerras. Desgraciadamente, hay muchas personas que necesitan hoy en día que alce la voz de justicia sobre ellos, porque ya no les queda ni voz. La justicia de Dios, como palabra de Dios, es la denuncia del mal que sigue atropellando tantas vidas y es el anuncio de que Dios hará el bien. Hemos de ser eco, no lo olvidemos, de esta Palabra, de la justicia y la misericordia también en Navidad.

Y, por último, queridos hermanos, esta Palabra y este Verbo suena a amor. Se usa mucho el amor, se adultera y se trivializa, pero tendremos que mirar a Jesús hoy. Jesús es la Palabra de amor de Dios al mundo y viene a decirnos que Dios, pase lo que pase, recordarlo bien, paseo lo que pase, no abandona. Que, aunque muchos de nosotros nos rindamos, Dios no se rinde y su voluntad de salvarnos va mucho más allá de nuestra disposición a buscar la salvación. El amor de Jesús revela que es un amor primero, incondicional y asimétrico porque Dios siempre nos amará más. Es un amor que se vuelve entrega, atento a la fragilidad, a la debilidad y a la flaqueza. La mejor forma de entenderlo no es narrarlo, es contemplarlo en el pesebre y en los ojos de los primeros testigos que desde los márgenes dice: os ha nacido un Salvador.

En su encíclica, ‘Dilexit Nos’, lo dice el Papa Francisco con convicción cuando habla de amor: todo lo dicho, si se mira superficialmente, puede parecer mero romanticismo religioso. Sin embargo, en lo más serio y en lo más decisivo encuentra su máxima expresión este amor en Cristo clavado en la cruz.

Me atrevo a añadir hoy que también en un niño nacido en un establo, acunado en un pesebre, cuyos maderos ya configuraban aquella cruz.

Queridos hermanos, si somos capaces de acoger la Palabra y de escucharla, de apartarnos de los griteríos entonces pasarán dos cosas: primero que comprendernos en qué consiste la felicidad prometida y descubriremos que esa felicidad está al alcance de todos. Porque no es un Jubileo facilón, sino que es una viva vida llena de sentido, que encuentra su sentido en Belén.

Y segundo, si acogemos esta Palabra entenderemos que hoy estamos llamados a ser Palabra de la Palabra, testigos y transmisores y ecos del Verbo a través de lo que hacemos y decimos. ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncian la Paz! Aquí están los mensajeros que anunciamos la paz, hablaba de nosotros, hoy y aquí, hombres y mujeres tocados por este Niño que nace en el suelo, llamados a defender la Verdad, a clamar por loa justicia y a mostrar el amor eterno e incondicional de quien ha decidido plantar su tienda entre nosotros y hoy contemplamos su Gloria.

Feliz Navidad, alegraos porque Cristo ha nacido.