El agradecimiento de hoy va dirigido a todos los que, en esta mañana de la fiesta de Todos los Difuntos, nos reunimos en esta Catedral y la hacemos posible. Gracias, don Carlos por estar en esta celebración, gracias a los obispos auxiliares que también están con nosotros. Gracias al cabildo, al seminario que también se hace presente, gracias a los seminaristas, gracias a todos los que habéis venido con el corazón abierto a este día de recuerdo, de memoria y de esperanza.
Hoy todo lo ponemos delante del Señor porque nos damos cuenta de que en el día de hoy Él es especialmente capaz de transformar todo lo que le presentamos. Si hemos venido hoy aquí es porque es la Vida con mayúscula la que nos ilumina y se presenta delante de nosotros. Hoy es un día de recuerdo. Recordamos a los familiares de cada una de nuestras familias porque son nuestras raíces y porque son los que nos han traído aquí.
Recordamos también a los obispos de esta diócesis porque gracias a ellos esta diócesis está aquí. A todos los que han dado su vida y han sembrado su servicio en esta vida diocesana. A todos aquellos que, de una u otra forma, han hecho historia de salvación entre nosotros.
Pero hoy también, cómo no, ante la situación de nuestro mundo, queremos traer en esta celebración a todas las víctimas de la DANA en España y todo el dolor que ha generado en tantas familias y en tantas situaciones.
Y cómo no, como en cada Eucaristía, también recordamos a los “sin memoria”, aquellos que nadie recuerda, aquellos que no tienen familia, pero sí tienen una Iglesia que reza por ellos. Hoy es un día, por tanto, que nos recuerda no solamente lo nuestro, sino que somos un pueblo en marcha y que dependemos unos de la oración de los otros. Por eso, hoy la Iglesia nos invita a mirar la vida tal cual es. No desde la muerte, porque morir se pasa, sino desde la eternidad que es Dios en su amor y ese es el regalo que nos ofrece. Eso nos coloca no en una actitud de melancolía o tristeza, sino que nos posibilita con la historia de cada uno a acoger una actitud de esperanza y como no de espera. De poder escuchar algún día aquellas palabras que dice Jesús: «Venid, benditos de mi Padre».
El Evangelio nos asegura que un día escucharemos definitivamente cada uno de nosotros es voz y que desde ahora podemos aprender a escucharla. Así, en una sociedad que quiere que olvidemos la muerte y que la desplacemos, Dios la incorpora a nuestra vida y sin maquillajes nos hace poder afrontarla sabiendo que, como os decía, morir se pasa, pero Dios no se pasa.
Hoy se nos asegura y se nos regala poder mirar al cielo y encontrarnos con la Iglesia triunfante. La liturgia de cada Eucaristía es un vértice que une la historia de cada día y el cielo. Nosotros seguimos transitando por nuestras vidas en medio de cansancios, logros, alegrías, peleas, perdidas y desilusiones. Pero hoy, de nuevo, se nos invita a levantar nuestra mirada al cielo y como dice San Pablo cuando escribe a los colosenses: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allí arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios».
Sí, mirar arriba es, con la gente que tenemos alrededor, con nuestros pastores, con las familias que nos han acompañado, con nuestros catequistas y con la gente de nuestras comunidades, aprender a vivir sabiendo a dónde vamos. Esta es la esperanza.
Ese camino hay que hacerlo y hay que vivirlo. Por eso, hoy quizás es un buen día, delante de la Iglesia, para preguntarnos cómo vivimos cuando decimos aquello de “espero la resurrección de los muertos”. ¿Cómo vivimos eso? No simplemente en palabra. O preguntarnos cómo va mi esperanza en esta vida que Dios me ha puesto. ¿Soy capaz de ir a lo esencial o nos distraemos con cosas superfluas que no van a ningún lado?
Hoy es un día para preguntarnos si cultivamos la esperanza o vivimos un poco desde la queja porque no valoramos que las cosas pasarán, que hay muchas cosas que pasan y que no tienen importancia. Hoy es un día para, delante de todos los que nos han precedido, preguntarnos en qué se me va la vida, en qué está mi corazón.
Los que vivieron antes de nosotros nos sitúan y lo primero que nos hacen es mirar a Cristo Resucitado. Sí, venir hoy aquí a presentar a los nuestros es reconocer que es Jesucristo el Resucitado el que da la vida y que aquí, en su comunidad y en su Iglesia, es un buen lugar para pedir por la vida, por los nuestros y para acoger el amor de Dios.
Es Jesucristo el que se ha hecho solidario con la humanidad y, como hemos escuchado en el Evangelio, todo lo que es destrucción y muerte lo asocia a su vida y a su cruz y lo transforma en resurrección. Por eso hoy oramos por los difuntos. Es un gesto precioso, lleno de amor y de cariño. Cada oración por nuestros difuntos es un acto de fe en el Resucitado, de fe amorosa. La oración no es un diálogo entre los difuntos y yo. Es el Resucitado el que ilumina la muerte y el que se hace mediador.
Él es quien hace posible la cercanía y el milagro de transformar la melancolía en acogida de la vida en toda su grandeza. Desde Cristo Resucitado nos reconforta saber que los encomendamos a Dios y que unos nos ponemos en manos de los otros.
Así sí, con la oración hecha vida, con la mirada puesta en el Resucitado miramos al futuro. Un futuro que está acompañado de signos de Dios: orar, vivir la vida eterna es saber que Dios ya nos está diciendo “venid a mí” y nos lo dice a través de los que nos encontramos en los rincones de la vida, a través de quienes necesitan nuestra ofrenda y nuestra misericordia, a través de aquellos que van pidiendo la expresión del amor de Dios, como nos decía el Evangelio, “todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”, es como nos ha sentenciado Jesús.
Se queda entre nosotros, sigue ayudándonos a vivir la Vida con mayúscula, sigue ayudando a decirnos que el amor es la siembra para la eternidad. Queridos amigos, con los nuestros, con nuestros obispos difuntos, con todas las víctimas, con todos los olvidados, escuchemos como Jesús hoy en la Eucaristía nos dice a cada uno, “venid, benditos de mi Padre”.
Con la oración afrontaremos nuestra vida, como una profesión nueva de fe: “Sí Jesús, creo en ti Resucitado, y creo en la vida que me das y creo en las cosas importantes en las que tú te haces el encontradizo”. Que nuestra oración sea un acto de fe y que nuestra Eucaristía sea de nuevo una posibilidad para unir los que están en el Cielo y la Tierra.