TEXTO INTEGRO DE LA CARTA PASTORAL DEL CARDENAL JOSÉ COBO - «BAUTIZADOS PARA SER PEREGRINOS DE ESPERANZA»
Hemos iniciado un curso pastoral que amanece como una nueva oportunidad que Dios nos da para seguir su llamada, para renovar nuestro compromiso con la misión que nos ha confiado y para abrirnos a las nuevas formas en que su Espíritu Santo quiere obrar entre nosotros. Al igual que el apóstol Pablo escribió en su carta a los Filipenses, olvidamos lo que queda atrás y nos lanzamos hacia lo que está por delante, corriendo hacia la meta para obtener el premio al cual nos llama Dios desde arriba en Cristo Jesús (cf. Flp 3, 13-14).
Este curso que comenzamos es una nueva oportunidad para caminar juntos formando un solo cuerpo en Cristo. La tarea que tenemos por delante requiere de todos, con nuestros dones, nuestras oraciones y nuestro amor mutuo. Como nos recuerda el apóstol Pedro, cada uno ha recibido un don especial y lo debemos poner al servicio de los demás como “buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pe 4,10). Esta verdad es la que inspira nuestro trabajo y nos mantiene unidos en la misión para ser luz en nuestro entorno y llevar el amor de Dios a quienes más lo necesitan.
En esta etapa queremos entrelazar varios elementos:
- Acompañar el proceso sinodal en el que se encuentra la Iglesia universal. Lo haremos con la oración, la participación, la reflexión y el seguimiento cordial de cuanto acontece.
- Vivir un Año Jubilar es una oportunidad para profundizar en la fe, participar más intensamente en los sacramentos, especialmente la Confesión y la Eucaristía, y realizar obras de misericordia. El tema que el Papa Francisco ha propuesto para este Jubileo es “Peregrinos de Esperanza”. Subraya la importancia de la esperanza en la vida cristiana y nuestro papel como peregrinos en camino hacia la plenitud de la vida en Cristo.
- Continuar el camino pastoral que iniciamos el año pasado. Comenzamos tomando conciencia de nuestro bautismo y este curso nos detendremos en la vocación del laicado en la vida de la Iglesia como fruto de ese sacramento.
Estos son los elementos que iremos imbricando y que invito a ser tenidos en cuenta en toda la actividad pastoral de nuestra Archidiócesis.
Las vicarías, delegaciones, arciprestazgos, parroquias, movimientos y realidades eclesiales están invitadas a dialogar, ayudarse y acoger las líneas y las ofertas celebrativas y formativas que se desplieguen para todos. No pretenden ser muchas, pero sí animo a servirnos de ellas para ahondar en nuestro sentir con esta Iglesia que camina en Madrid.
I. Punto de partida: el cambio de época en el que nos movemos.
Vivimos un momento histórico muy especial. El Papa Francisco habla de “cambio de época”, no simplemente de un cambio de algunas cosas. Ya vivimos en un tiempo de cambio en el que se juega la cultura que se desarrollará, el pensamiento que nos animará, las claves que nos sostendrán.
Desde Galileo no hemos asistido a un momento similar. Por eso hemos de aprender a situarnos en estado permanente de conversión y de esperanza, al ritmo que estas transformaciones demandan.
Además, en nuestro mundo globalizado, las guerras y los conflictos bélicos son realidades a las que no podemos dar la espalda ni adormecer nuestra atención pensando que no tienen nada que ver con nosotros. Exigen nuestra mirada creyente y nuestra escucha atenta al clamor de las víctimas y quienes siempre pierden en estos conflictos.
Evangelii gaudium aporta dos claves fundamentales que nos ayudan a afrontar este tiempo con profundidad y serena entereza:
a) La actitud de continua conversión, asumida desde el ejercicio del discernimiento personal, comunitario y eclesial. La conversión es un don que hay que pedir a Dios. Supone la transformación de cada persona y del mundo con el que se relaciona. Es un proceso largo y delicado, conlleva un cambio de dirección adonde dirigir la mirada y el sentido último y trascendente de la vida. Si es auténtica, alienta la imaginación y es capaz de expresarse en signos y hechos concretos.
b) Promover y afianzar comunidades cristianas significativas, que vivan intensamente la comunión y que sean guías y faros para aprender a ser discípulos misioneros en medio de nuestro mundo. Eso solo lo lograremos acogiendo una honda espiritualidad que nos haga experimentar el paso de Dios por nuestra “historia de salvación”. Así aprenderemos a hacer una lectura creyente de la realidad y a vislumbrar cómo Dios camina en medio de su Pueblo, en esta historia concreta, detectando cómo el Señor cuenta con nosotros a cada paso.
Ciertamente, toda situación de cambio genera incertidumbre y crisis, nos repliega, nos escora y encierra en nosotros mismos, en aquello que nos otorga seguridad. Cuando este temor lo vivimos en el seno de la Iglesia nos hace autorreferenciales y pendientes de justificarnos a nosotros mismos, a nuestras formas y estructuras. Tendemos a no estar suficientemente abiertos y sensibles ante lo que el Señor nos presenta y ante los nuevos retos y desafíos que la Iglesia tiene que afrontar para ser fiel a su misión. Se trata, desde luego, de no desvirtuar lo esencial, pero también de estar abiertos a un futuro que igualmente es tiempo de Dios. En el fondo se trata de la sabia actitud del escriba convertido que, como el padre de familia, “va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo” (Mt 13,52).
II. Actitudes que nos impiden avanzar.
Cuando el cambio y la crisis llaman a la puerta aparecen algunas actitudes peligrosas que debemos saber detectar interponiendo caminos de conversión personal y comunitaria. Ya se detectaron algunas y las hemos venido considerando estos últimos años: la falta de vivencia de lo teologal, el relativismo, la falta de sinodalidad, la frágil experiencia de la diocesaneidad, la fragmentación y la polarización o la falta de compromiso con la justicia social.
Me permito señalar algunas más apremiantes que tendremos que trabajar con más intensidad para detectarlas, nombrar sus consecuencias y ponerlas bajo la experiencia de la conversión.
Desde luego nada será posible sin volver a lo esencial: experimentar con gozo la salvación de Dios que nos regala Jesucristo y que tenemos que vivir en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo a través del cultivo de la fe, la esperanza y la caridad.
Desde ahí, debemos combatir la actitud del individualismo que rompe el “nosotros” eclesial, que es más rico, grande y diverso que cada uno de nosotros. Ante los cambios, podremos encerrarnos con los que piensan como nosotros, en justificar “nuestras formas y puntos de vista” y no dejar que entren en juego los demás, y el discernimiento comunitario y eclesial. Esta actitud ahoga la acción del Espíritu Santo, nos encierra y nos hace vivir ensimismados, como jueces de todo.
Lo mismo se puede decir de la autorreferencialidad de la que tanto habla el Papa. Es la tendencia a centrarse exclusivamente en sí, en los problemas internos, en debates abstractos y fuertemente ideologizados, pero sin mirar hacia afuera, hacia el mundo, sus dolores, anhelos y necesidades. Esto puede llevar a que la Iglesia pierda el sentido de la misión y deje de ser levadura en la masa y testimonio vivo y creíble de Dios en el mundo.
Tampoco ayuda la actitud del pesimismo, del no aprender a leer el paso de Dios por medio de su pueblo y de nuestra sociedad. Necesitamos vigías y comunidades que aprendan a mirar por ventanas abiertas a la esperanza para detectar y celebrar las señales de Dios en nuestro mundo. El pesimismo lleva como pasajero a la falta de alegría y de entusiasmo.
La falta de disponibilidad rompe la misión y enlentece el ritmo al caminar juntos. El miedo o el cansancio nos pueden cerrar el corazón a la esperanza y hace complicado escuchar y, aún más, responder. En definitiva, nos aleja de Jesús, que siempre estuvo a disposición de todos sin excepción. Así, el discípulo verdaderamente comprometido con su fe, bebe del bautismo y está siempre disponible para la misión, para el servicio por fatigoso que resulte, y para responder a la voluntad de Dios sin excusas ni dilaciones. Esta disponibilidad se abre generosamente a las exigencias nuevas que surgen, a las urgencias misioneras, a las llamadas nuevas que Dios nos señala y a las que, entre todos, debemos responder.
La superficialidad espiritual es la tentación de desplegar una práctica de la fe que es rutinaria, sin comunidad, sin profundidad, que no conduce a una verdadera conversión o crecimiento espiritual. Vivir así provoca una fe hueca y vivida en una comunidad que no está realmente transformada por el Evangelio. Así desvirtuamos la misión y el testimonio mismo.
Finalmente, me referiré al miedo al cambio y a nuestro mundo. Implica desplegar una visión negativa y defensiva hacia la cultura moderna y los avances de la ciencia, la tecnología o los derechos humanos, encasillando todo lo que es nuevo como una amenaza a la fe. El miedo es lo contrario a la fe (cf. Mt 8, 26) y provoca el repliegue y la paralización. Nos predispone a una actitud de condena, en vez de al diálogo y a la evangelización. Aleja a la Iglesia de las personas que tendríamos que acoger y puede llevarnos a perder credibilidad justo en el contexto que estamos llamados a evangelizar.
III. La buena disposición.
Dios nos sigue llamando desde el don de nuestro bautismo. Volver a la fuente bautismal y mantener la mirada fija en Jesús, escuchando su llamada a través de esta historia concreta que compartimos y a la que somos enviados, nos permite encarar todos los desafíos de la evangelización.
Este será siempre nuestro punto de partida. Fijar y asentar nuestra vida en Él para volver ahora a escuchar la llamada a participar en su Iglesia y expresarlo en una comunidad concreta. Él es quien nos incorpora a la Iglesia, en el seno de la comunidad diocesana, con sus personas, sus instituciones, sus dificultades y sus horizontes. Y nos anima permanentemente a participar del don de su Iglesia en una comunidad cristiana determinada.
Responder con la confianza de la fe. El Espíritu nos ha puesto a cada uno en un lugar y en una comunidad que interactúa con las demás. Es ese Espíritu el que ha regalado sus dones a cada uno para que sirvan al bien de todos. No se trata de que se pongan al servicio de los más cercanos o de los de “mi entorno”. Son para toda la Iglesia habitada por su Espíritu. Lo que nos une es siempre más relevante que las diferencias eclesiales y carismáticas.
La sinodalidad es la hoja de ruta, la esperanza a la que el año jubilar nos convoca es el motor que nos mueve y el desarrollo de la vocación recibida en el bautismo el camino.
Debemos poner a nuestra Iglesia diocesana al servicio de nuestro mundo actual y en dialogo con él mediante el reto ilusionante de sembrar, aunque sea solo las semillas, de la civilización del amor que edifique nuestra ciudad. Una siembra que sólo podemos hacer desde el testimonio personal y de comunidades que lo vivan y hagan germinar el amor y la amabilidad social en nuestros barrios y pueblos.
Tenemos que atrevernos a activar ese dinamismo que viene del Espíritu Santo y que ya está en la vida de la Iglesia. Es esa fuerza que ya está operando, que bebe de la experiencia de Dios y se traduce en compasión hacia los más empobrecidos. Se trata de dejarnos llevar por la urgencia de la misión a la que imperativamente nos llama el Señor, a fin de que todos puedan conocer a Jesucristo, tener un encuentro personal con Él y descubrir la dignidad que nos confiere.
Poner nuestra Iglesia diocesana en estado permanente de misión. No solo somos dispensadores de servicios o generadores de eventos. El discernimiento comunitario nos ayudará a encontrar respuestas nuevas y creativas a una misión con desafíos cambiantes. Sabemos que no sustituimos a Cristo, sino que lo anunciamos para fomentar un encuentro personal con él. Siempre él estuvo antes de que nosotros llegásemos a presentarlo. Ayudemos a reconocer a Cristo ya presente en nuestro mundo; así podremos recoger el eco de su presencia y reconociéndole, salir fortalecidos del encuentro con Él.
Pongámonos a la escucha y renovemos la vocación a la que hemos sido convocados. Nadie debe quedar fuera de esta llamada.
IV. Para ello os ofrezco varias líneas prácticas de actuación.
Pistas para estudiar cómo planificarlas o asumirlas a lo largo de este curso:
1.- Planificar en cada espacio eclesial, parroquia o comunidad cristiana, cómo acoger cada una de las tres líneas propuestas y desplegadas en el calendario diocesano al que os invito a sumaros y darle acogida.
2.- Promover una reflexión seria mediante catequesis o líneas de predicación insistentes sobre la identidad del laicado desde la clave vocacional y relacional del mismo. Para ello puede ayudar los materiales que os presento y la acogida del catecumenado de adultos para la iniciación y la revitalización de la vida cristiana.
3.- Renovar, impulsar y desarrollar los órganos y espacios sinodales de nuestra Iglesia desde los diversos consejos y espacios de participación y corresponsabilidad. La revitalización desde dentro de los consejos pastorales, en concreto, será una meta a desarrollar.
4.- Escuchar juntos la llamada a la misión a la que el Seños nos convoca. Para ello acogeremos la Palabra de Dios y escrutaremos los signos de los tiempos de la realidad que nos toca vivir, especialmente la de los más necesitados. La misericordia y el discernimiento comunitario serán las mejores herramientas para transformar misionalmente nuestros entornos.
V. En conclusión: un año para ser peregrinos de esperanza como pueblo en marcha.
El Papa Francisco ha convocado un Jubileo para el año 2025 con el lema “La esperanza no defrauda” [1] tomado de la Carta de san Pablo a los Romanos (Rom 5,5). En la Bula de convocatoria, dirigida a todas las personas, para que “cuantos lean esta carta la esperanza les colme el corazón”, nos anima a escrutar los signos de los tiempos que hay a nuestro alrededor. También invita a las comunidades cristianas a trazar nuevos “caminos de esperanza” y a “abrir puertas a la esperanza”, sobre todo a quienes las encuentran cerradas y tienen muchas razones para desesperar. El Papa nos convoca a “vivir en la esperanza” siendo signo tangible para todas las situaciones que se han despersonalizado y conducen a la desesperación.
La constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual se inicia con estas palabras: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristeza y angustias de los discípulos de Cristo. […] La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1). De ahí que “la esperanza sea como el aire que respira el cristiano”.[2]
Cualquier gesto humano, por pequeño que sea, puede ser capaz de cambiar su efecto y multiplicar su eficacia. “El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza o a la levadura” (cf. Mt 13, 31 ss.). Ambos evocan lo pequeño y lo sencillo, pero al mismo tiempo, potente, eficaz y multiplicador. Necesitamos personas y gestos que transformen el ambiente social, cultural y, a la larga, también el político. Tenemos muchos ejemplos a nuestro alrededor: madres que se desviven por sus hijos, jóvenes voluntarios en múltiples tareas, hombres y mujeres comprometidos con el cuidado de la casa común, docentes empeñados en dar lo mejor de sí mismo a las futuras generaciones, personal sanitario que atiende con profesionalidad y cariño, misioneros que en todos los rincones del mundo desgastan su vida para que otros la ganen, comunidades que evangelizan y sanan, ancianos que testimonian su fe y su experiencia vital, etc.
En este sentido resulta muy clarificadora la encíclica Spe salvi donde Benedicto XVI invita al discernimiento entre la “gran esperanza” que es Dios y las “pequeñas esperanzas” que constituyen señales, a veces confusas, a veces poco persistentes, pero siempre estimulantes que alivian la subida a Jerusalén. Una comunidad cristiana sólo podrá dar razón de su esperanza (1Pe 3, 15) y avivarla en su entorno si ella misma la mantiene en su seno y la hace visible a los demás. También entre nosotros se ha debilitado la virtud de la esperanza y se han multiplicado los miedos. Por eso hay que volver a lo esencial.
El origen y el término de las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) es Dios mismo. De ahí que, como señala el Papa, la primera razón de nuestra esperanza es la afirmación: “Creo en la vida eterna”. Es como echar el ancla a la otra orilla. A ello se suma que “Cristo murió, fue sepultado, resucitó y se apareció”; en definitiva, que atravesó el drama de la muerte y es primicia para la salvación humana. Por su gracia, comunicada en el bautismo y celebrada en comunidad, “la vida no termina, sino que se transforma”. Por eso, el rito de la apertura de la “Puerta Santa” con la que se inaugurará el Año Jubilar en Roma expresa el deseo de adentrarnos en esa vivencia gozosa de Dios.
Solo desde la experiencia de un Dios capaz de resucitar muertos y perdonar lo imperdonable se comprende la invitación a contemplar nuestro mundo con esperanza. Es preciso partir de que la esperanza cristiana es un regalo que hay que pedir y, tanto en cuanto procede de Dios, es absolutamente gratuita e inverificable y siempre más grande que nosotros y que nuestras expectativas. Por eso provoca en nosotros asombro y admiración más allá de los negros nubarrones que a veces la pueden ensombrecen por doquier.
Con el Papa Francisco, pedimos a Dios la paz para todas las guerras del mundo, la ilusión de vivir para estar abiertos a trasmitir la vida mediante la maternidad y la paternidad responsables, la capacidad de dialogar y entendernos para alcanzar una “alianza social para la esperanza” que trabaje por un futuro mejor y sea esperanza para tantas personas desesperadas[3]. En efecto, nunca podremos olvidar que si “el Señor no olvida el grito de los pobres” (Sal 9,13), su Iglesia no puede actuar “como si los pobres no existieran” (EG 80).
Os invito a participar a lo largo de este nuevo curso en todos los encuentros programados para el Año Jubilar siendo peregrinos y testigos de la virtud teologal de la Esperanza. Que la experiencia de Dios vivida por medio de su acción amorosa nos dé la entrañable gracia divina que discretamente presiona para que realicemos su sueño, mientras otorga un horizonte infinito a la vida del ser humano y pone por meta y término a Dios mismo. Por eso, donde no hay esperanza no puede haber religión: “Él es nuestra esperanza” (Col 1,27).
En un mundo en guerras, donde la locura de los conflictos bélicos convive con la indiferencia de muchos, la esperanza hecha tarea “la más humilde de las virtudes”, es virtud de niños, profetas y poetas. Hoy, cuando se agotan nuestros esfuerzos voluntaristas y el miedo acampa, gritamos con Pedro: “¡Señor, sálvame!” (Mt 14,30). Solo con su ayuda y de la mano de la fe y de la caridad, podremos por pura gracia ser “engendrados a una esperanza viva” (1P 1,3) y rebosante de alegría” (Cf. 1P 1,6).
Con María, la mujer que creyó y esperó contra toda esperanza, nos ponemos al lado y del lado de Dios. Creemos a pies juntillas que Él lo puede todo (cf. Lc 18,27). “En la Madre de Dios encuentra la esperanza su testimonio más alto”[4]. Un curso más proclamamos con humildad la frase que nos sosiega: “Sé de quién me he fiado” (2Tim 1,12). Nos ponemos bajo el manto de Nuestra Señora de la Almudena para invocar su protección maternal sumándonos a la oración del Papa para pedir que “la gracia del Jubileo reavive en nosotros, peregrinos de esperanza, el anhelo de los bienes celestiales y derrame en el mundo entero la alegría y la paz de nuestro Redentor”.
Hermanos y hermanas, que sepamos acoger la bendición de Dios y que su presencia continua acompañe nuestra marcha. ¡Feliz curso pastoral!
Madrid a 8 de octubre de 2024.
+ José Cobo Cano
Cardenal arzobispo de Madrid
ANEXO:
REFLEXIÓN SOBRE EL LAICADO
Texto para la reflexión personal, en grupos, para compartir o predicar
Laicado y vocación.
Va siendo común decir que el siglo XXI es el tiempo de los laicos y que de ellos dependerá el futuro próximo de la Iglesia. Evidentemente en un momento en el que la Iglesia se está haciendo cada vez más pequeña en Occidente, parece claro que el grupo mayoritario de la misma es quien está llamado a dar un paso adelante. Sin embargo, el futuro de la Iglesia dependerá mucho más de que ésta descubra su ser comunidad, una comunidad en la que todos están llamados a participar tanto de su vida como de su misión en el mundo.
Más importante que determinar lo propio y específico de los ministros ordenados, de los religiosos y de los laicos, o incluso más importante que desarrollar una teología del laicado (al igual que una teología del ministerio ordenado o de la vida religiosa) es la buena marcha de la Iglesia en el desarrollo y vivencia de una eclesiología en la que la comunidad tenga el papel primordial que se merece y comprender la riqueza y complementariedad que suponen las diversas vocaciones en la Iglesia. Como dice el Papa Francisco: “El todo es más que las partes y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos”[5].
De hecho, la Iglesia es la comunidad reunida a partir de la convocatoria que Dios nos hace para pertenecer a su pueblo. De la fórmula “pueblo de Dios”, lo más importante es el genitivo “de Dios”, que señala que Dios es el que tiene la iniciativa, el que nos llama constantemente a caminar con otros.
El bautismo se convierte así en el sacramento de la identidad cristiana. El Concilio Vaticano II, del que pronto celebraremos los 60 años de su clausura, ahondó en la importancia de este sacramento. Así, acercarnos a la realidad de la Iglesia supone partir de la conciencia de que todos formamos parte de la misma comunidad, y de que existe una igualdad fundamental de todos los fieles que han recibido la llamada de Dios y que han respondido abriéndose a su oferta salvífica.
El Concilio subrayó que todos los cristianos, por el hecho de ser bautizados, participan de la triple función de Cristo (sacerdote, profeta y rey) y que todos los miembros de la Iglesia tienen un papel que desempeñar para que esa triple función se actualice en ella, y así ésta se convierta en una comunidad profética, sacerdotal y servicial.
a) - Todos los bautizados son testigos de Cristo, el cual concede a toda la comunidad el “sentido de la fe”, por lo que todos están llamados a continuar la misión profética de Cristo (LG 35). Como recuerda San Cipriano en su carta al obispo Pompeyo, es necesario que “no solo enseñen los obispos, sino que sepan que enseña mejor el que cada día crece y progresa aprendiendo algo mejor”[6]. El sensus fidei, del que habla el Concilio, es una especie de instinto, que todo bautizado tiene, por el que puede discernir lo que pertenece a la fe. El creyente es creyente porque ha habido otra gente que le ha transmitido la fe. Nadie que cree en Cristo se vive aislado en su fe o ha inventado nada. No es ni el descubridor ni el primero que profesa la experiencia de fe en Jesús, sino que participa de la fe de la Iglesia. La fe se basa y remite siempre al Evangelio apostólico testimoniado por los apóstoles, al que se accede en la Escritura, que ha sido transmitido por la comunidad eclesial y que se hace presente en la predicación de ésta. Todos los bautizados, por tanto, están llamados a proclamar esta fe que han recibido, ciertamente con el testimonio de vida, pero también participando del anuncio explícito y del contenido de la fe en los temas que van surgiendo y que no han recibido todavía una respuesta definitiva por parte de la comunidad cristiana.
b) - El subrayado del sacerdocio común de los fieles por parte del Vaticano II (cf. Lumen Gentium 10) ha puesto a los bautizados ante un nuevo campo de acción. El objetivo último de la participación en el sacerdocio de Cristo es que todos los bautizados ofrezcan su vida como culto existencial auténtico, pero también está en conexión con la vida litúrgica de la Iglesia. Por eso en la liturgia celebramos el culto existencial que ya rindió Cristo. El culto es para los cristianos la obediencia al designio salvífico de Dios. Por eso, la liturgia acaba pretendiendo que lo que Cristo vivió lo viva la comunidad. Las celebraciones litúrgicas buscan que la conformación en Cristo haga a todos los bautizados adoradores en Espíritu y verdad. Por el sacerdocio común los cristianos tienen acceso inmediato a Dios. Una vez que Cristo ha realizado el único sacrificio necesario de expiación, de los cristianos se espera que unamos nuestra vida a la de Cristo. Corresponde por tanto al sacerdocio común el testimonio de vida y la participación en la misión evangelizadora.
c) - Hablar de una comunidad servicial es hablar tanto del hacia fuera de la Iglesia, como del hacia dentro de la misma. Hacia fuera hay que subrayar que no existen en la Iglesia diversas misiones, sino una única misión que es llevada a cabo por todos. No existe tampoco una misión eminentemente cristiana, centrada en la evangelización explícita y una misión privada de los diferentes miembros de la Iglesia. A partir de la noción de la Iglesia como sacramento de la unión de todos los hombres con Dios y entre sí, o sea, como sacramento del Reino de Dios, se puede decir que toda la acción de la gracia en los cristianos tiene entidad salvífica, aun cuando no sea acción de toda la comunidad eclesial tal y como ella esté estructurada. Hacia dentro de la propia Iglesia, esta aparece dotada de una serie de carismas que los diversos miembros de la Iglesia han recibido para ponerlos al servicio de la comunidad.
La división de la Iglesia en binomios del tipo jerarquía-laicos, iglesia docente-discente, etc. no nos ayuda si intentamos comprender el ser último de la misma, ya que la iglesia es una comunidad en la que el Espíritu Santo ha suscitado una serie de carismas y ministerios para que pueda llevar adelante su misión. Entre estos ministerios se encuentra el ministerio apostólico, por el que el obispo recuerda a toda la comunidad que no se pertenece a sí misma y actualiza el envío que hizo el Padre del Hijo, para que este irradiase su imagen y su palabra. Pero también se encuentra el envío del Espíritu Santo que ha de ser integrado con el envío del Hijo. En el envío del Espíritu lo específico del envío del Hijo, que es la autoridad, queda enmarcado en una comunión superior. La prioridad de Jesús con respecto a la humanidad queda, por el Espíritu, transformada en unidad. Así Cristo es, desde la perspectiva cristológica, el Esposo de la Iglesia, mientras que desde la perspectiva pneumatológica, la iglesia es el cuerpo de Cristo.
Para ahondar en el laicado.
Desde el Vaticano II, los laicos tienen una serie de características que es importante tener en cuenta para no caer en falsas componendas cuando tratamos los diversos temas que tienen que ver con ellos:
- En primer lugar, los laicos son cristianos de pleno derecho configurados con Cristo por el bautismo y la confirmación, participan “a su manera” de su triple ministerio. Es importante, por tanto, no presuponer un laicado al que le faltase algo a nivel teológico para llegar a ser cristiano.
- En segundo lugar, más allá de las discusiones y reflexiones teológicas acerca de qué es lo específico del estado laical, podemos tranquilamente suscribir el hecho de que los laicos están llamados a vivir su cristianismo fundamentalmente a través de su vida concreta. El contenido fundamental del sacerdocio común consiste en que unimos nuestra vida a la de Cristo. No ofrecemos cosas, sino que nos entregamos nosotros mismos. El sacerdocio común remite al culto que todo cristiano ha de hacer a Dios en medio del mundo, en medio del ritmo diario de la vida, y de esa entrega a Dios ha de salir la entrega viva a los hombres. En esa vida diaria hay ciertas realidades que evidentemente son más importantes que otras. Para muchos laicos la realidad sacramental del matrimonio y para prácticamente todos, la realidad del trabajo, son tan significativas que no puede haber ninguna otra cosa importante totalmente desconectada de ellas.
Laicado en tiempos de sinodalidad.
El Papa Francisco ha convertido la sinodalidad en uno de los ejes de su pontificado. La sinodalidad subraya la idea del “caminar juntos”, de que todos los cristianos son corresponsables de la vida y de la misión de la Iglesia y que, por lo tanto, todos han de participar en la acción eclesial en las tres dimensiones fundamentales de la liturgia, la evangelización y el servicio. En una Iglesia en la que todavía “hay mucha resistencia a superar la imagen de una Iglesia rígidamente dividida entre dirigentes y subalternos, entre los que enseñan y los que tienen que aprender, olvidando que a Dios le gusta cambiar posiciones”[7], lo primero que deberíamos destacar es que todos somos pueblo de Dios. Ante la pregunta de qué es el laico, el religioso o el ministro ordenado, la respuesta ha de partir subrayando que, en primer lugar, cada cristiano es un miembro del pueblo de Dios y esto es más fundamental que cualquier diferenciación posterior (lo cual es difícil de captar por la práctica sacramental real, por la que el bautismo y el matrimonio se administran sin muchas exigencias, mientras que largos años preceden a la ordenación sacerdotal o a la profesión religiosa..., con lo que es difícil no caer -al menos inconscientemente- en la idea de que estas dos últimas realidades son más difíciles de vivir y, por lo tanto, son más importantes en la vida eclesial que la vivencia del bautismo o del estado matrimonial).
En el marco de la sinodalidad hablar del laicado hoy podemos hacerlo a partir de las siguientes coordenadas que nos ayudan a contextualizarlo:
a) - Realización de la Iglesia como pueblo de Dios.
Lo más importante del capítulo segundo de la constitución Lumen Gentium, dedicado a la presentación de la Iglesia como pueblo de Dios, es precisamente que se encuentra en segundo lugar, conectado con el capítulo primero, que trata sobre la iglesia inmersa en el misterio de la salvación querida y buscada por Dios desde el comienzo de los tiempos. Cuando el Concilio elige este título para profundizar en la Iglesia quiere destacar varios aspectos: en primer lugar, que todos los creyentes somos pueblo de Dios. Esta ha sido quizá la aportación más práctica del Concilio. Evidentemente no se trata de un descubrimiento de finales del siglo XX, como si la historia anterior de la Iglesia hubiera considerado a ésta como únicamente constituida por el clero. De lo que se trata, más bien, es del acierto de acercarse a la realidad de la Iglesia partiendo de aquello que nos hace a todos iguales, porque todos somos miembros de pleno derecho de la comunidad creyente en Cristo. Por ello, si de verdad creemos que la Iglesia es «pueblo de Dios», que todos formamos parte de ese pueblo, entonces hay que poner freno a la “clericalización de la Iglesia”, algo a lo que el papa Francisco ha dedicado diversas alocuciones.
La igualdad de todos los miembros de la Iglesia exige una estructuración de ella que la transparente. No basta con la distinción pura y dura entre jerarquía y laicos que aparece en los capítulos tres y cuatro de la Lumen Gentium, si ésta no es concretada en servicios determinados en lo que toca al laicado, o si no es explicada a través de carismas estables. De otra manera, acabaríamos en la distinción clásica entre Iglesia discente e Iglesia docente ya que el laico queda, de alguna manera, relegado al campo secular.
La estructura eclesial ha de partir hoy del diálogo y de la escucha. Ya lo afirmaba el papa Francisco: «Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar “es más que oír”. Es una escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal, Obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el “Espíritu de verdad” (Jn 14,17), para conocer lo que él “dice a las Iglesias” (Ap 2,7)».[8]
Es así como el pueblo de Dios se convierte además en el sujeto de la vida y de la acción eclesial y esto lo realiza a través de las dinámicas de relación y comunicación que existen dentro de él. Frente a intentar descubrir qué es lo típico de cada forma de vida en la Iglesia, lo que a la postre lleva a una esclerotización de todas ellas, habría que subrayar la relación que existe entre todas las formas de vida eclesiales. Todas son «ministeriales», en cuanto que todas suponen un servicio hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia y todas son «consagraciones», en cuanto que todo miembro de la Iglesia está asumido por Dios para que pueda ser instrumento suyo en la realización del Reino de Dios.
b) - Consideración de la Iglesia como una comunidad carismática con ministerios que se definen no en sí mismos sino unos en relación con otros.
Necesitamos avanzar en una comprensión de la Iglesia desde la variedad y complementariedad de las diversas vocaciones que se entrelazan en ella. De cara a esta manera de contemplarla, creo que podría ser productiva una reflexión sobre el carisma y lo carismático. Frente a la concepción tradicional y estricta de carisma como un don pasajero para una necesidad puntual, las diversas vocaciones a las que Dios llama a los creyentes tienen en su base carismas concretos que enriquecen a la Iglesia. Todos los cristianos han recibidos dichos dones y todos estamos obligados a ponerlos al servicio de la comunidad. Estos carismas que todos reciben están a la base de la multitud de ministerios necesarios para que la Iglesia aparezca en toda su riqueza, ministerios que no existen a partir de la voluntad de la jerarquía, ni son meramente ayudas al ejercicio del ministerio ordenado, sino que tienen su justificación última en el bautismo y en la llamada personal de Dios para el bien de todos.
El papa Francisco está potenciando que exista una diversidad de ministerios intraeclesiales. Así, en mayo de 2021 instituyó el ministerio de catequista, pero aún más importante, ha llamado la atención sobre el hecho de que la ministerialidad de la Iglesia no se agota en los ministerios instituidos y en que dicha ministerialidad laical «no se funda en el sacramento del Orden, sino en el Bautismo, por el hecho de que todos los bautizados —laicos, célibes, cónyuges, sacerdotes, religiosos— son christifideles, creyentes en Cristo, sus discípulos, y por tanto llamados a formar parte en la misión que Él encomienda a la Iglesia, también mediante la asunción de determinados ministerios»[9].
c) - Profundización en la participación de todos.
Más allá del Derecho Canónico, la participación de todos los cristianos es algo hoy totalmente necesario para la vida de la Iglesia. Sin embargo, quedan todavía presentes algunas inercias que «expresan una comprensión de la Iglesia no renovada por la eclesiología de comunión. Entre ellos: la concentración de la responsabilidad de la misión en el ministerio de los Pastores; el insuficiente aprecio de la vida consagrada y de los dones carismáticos; la escasa valoración del aporte específico cualificado, en su ámbito de competencia, de los fieles laicos, y entre ellos, de las mujeres»[10]. Estas inercias son herencia de siglos y se encuentran enraizados en la cultura eclesiástica, así como establecidos en disposiciones jurídicas y litúrgicas.
El empeño que desde Roma se percibe de dar voz en la Iglesia a todos los bautizados se encuentra con dificultades en el propio cuerpo eclesial, fundamentalmente debido, entre otras cosas, a un clericalismo todavía muy presente en la Iglesia. Si en el nivel teórico está claro que la Iglesia no debe ser comprendida desde la jerarquía y que el ministerio ordenado es un servicio, que debe ser ejercido como Cristo vivió su diakonía dando la vida hasta el final por todos, en la práctica, todavía quedan nuevos pasos a dar para poder construir esta Iglesia como una comunidad de adultos, dotados de diferentes dones, y a no entender el ministerio desde la categoría de poder. Por ello habrá que cuidar el desarrollo de caminos para que la Iglesia sea una comunidad más participativa. Habrá que trabajar para que los laicos se sientan vocacionados a ser miembros activos en la Iglesia, que tengan la palabra en aquellos niveles y temas que más le conciernen. Igualmente habrá de seguir reflexionando y actuando para que la mujer pueda desempeñar un papel más incisivo en la Iglesia.
El diálogo, la escucha, la búsqueda de la voluntad de Dios en la multitud de temas que se nos presentan es algo imprescindible para que los creyentes, laicos y no laicos, vivan que la Iglesia no es cuestión de unos pocos. Si a esto se añade la convicción de que todos tenemos algo que aportar, entonces la búsqueda de nuevas maneras de participación está asegurada.
[1]Bula Spes non confundit, 9 de mayo de 2024, Fiesta de la Ascensión del Señor.
[2] Francisco, Homilía en Capilla de Santa Marta, 29 de octubre de 2019.
[3] Cf. Bula 19 y 20.
[4] Bula 24.
[5] Evangelii Gaudium 235.
[6] Carta al obispo Pompeyo, Obras, Madrid, BAC, 1964, p. 701.
[7] Discurso a los fieles de la diócesis de Roma, de 18 de septiembre de 2021, en:
https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2021/september/documents/20210918-fedeli-diocesiroma.html
[8] Discurso del papa Francisco en la Conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de Obispos de 17 de octubre de 2015, en:
https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/october/documents/papa-francesco_20151017_50-anniversario-sinodo.html
[9] Discurso a los participantes en la asamblea plenaria del Dicasterio para los laicos, la familia y la vida, el 22 de abril de 2023, en:
https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2023/april/documents/20230422-plenaria-laicifamigliavita.html
[10] Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, num. 105: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20180302_sinodalita_sp.html