CONVIÉRTETE Y CREE EN LA ESPERANZA
Carta Pastoral con motivo de la Cuaresma
I.- LA ESPERANZA
Al abrirnos a este camino jubilar ante una Cuaresma nueva, no olvidamos que nos ponemos en marcha de forma renovada hacia la Pascua. Un momento singular en el que Cristo nos revelará quién es Él y quiénes somos nosotros.
Cada Pascua es un paso más en nuestro itinerario bautismal que crece como una semilla en cada discípulo. Ella nos invita a dejar actuar la presencia del Espíritu, acoger el abrazo de la comunidad eclesial y ser dóciles al camino de fe que Jesús nos propone en cada momento.
“Conviértete”. Ese será el imperativo que primero escucharemos cuando el polvo de la ceniza sea colocado allí donde nos ungieron con el crisma el día del Bautismo. “Conviértete” es la llamada a la Iglesia en Madrid que camina por la entraña de nuestra ciudad y de nuestros pueblos y a la que hemos sido con-vocadas todas las personas que participamos de la dignidad bautismal.
Vemos los nubarrones que sobrevuelan nuestro mundo y que nos invitan a quedarnos donde estamos. Nuestros vecinos y muchos de nosotros podemos participar del desencanto y de la falta de ilusión. Se nos pega el polvo del camino de unos tiempos que son testigo de cómo se agota una civilización basada en el desarrollo ilimitado, en el progreso, en la expansión técnica y en una visión prometeica del ser humano. El futuro aparece como una amenaza más o menos difusa entre guerras cercanas y lejanas, pandemias mal digeridas, y catástrofes naturales y crisis recurrentes. Nos hemos acostumbrado a desplazar aquella pregunta de «¿hacia dónde vamos?» para sustituirla por otra más mediocre: «¿Hasta cuándo estaremos ?, ¿cuánto durará?». Y poco a poco se nos va escapando la Esperanza.
Vamos "tirando", aferrados a un realismo light, tratando de aparentar seguridad mientras nos consume la incertidumbre. Nos faltan preguntas y respuestas y, sin darnos cuenta, nos hemos alejado del "Quién" que da sentido a nuestra vida. Se nos multiplican los porqués sin respuesta y nos vamos acostumbrando a una Esperanza un tanto gaseosa que se desvanece ante la primera dificultad.
Incluso en la Iglesia también nos hemos acostumbrado a andar más preocupados por nosotros y por las batallas de sacristía que por caminar juntos hacia la Esperanza a la que somos convocados. Metidos en nuestros pequeños espacios, estamos más pendientes de lo particular, de hacer ideología de cualquier cosa, y olvidamos lo fundamental: la propuesta que Cristo hace a su Iglesia para ser sal de una Esperanza que no defrauda y dar testimonio coral de ella mediante una vida comunitaria fraternal.
Por eso, en este contexto recibimos con gozo un nuevo anuncio que se llama Esperanza.
En este año jubilar el Papa nos ha invitado a despertar a la Esperanza, hacerla camino y convertirnos así en “peregrinos de esperanza.” Esta Cuaresma bien puede ser una respuesta concreta a la propuesta de convertirnos, quizá un poco más, a la Esperanza.
El Jubileo es un tiempo para la conversión personal y comunitaria. La Esperanza se alimenta del perdón, la reconciliación y las relaciones basadas en el amor y la justicia. Este es un tiempo propicio para soltar las cargas del desánimo y abrirnos a la alegría del Bautismo, que nos hace discípulos y misioneros, expresando que Dios sigue llamándonos por nuestro nombre, ese que pronunciaron el día de nuestro Bautismo, recordándonos que somos parte de su misión.
Pero la Cuaresma no tiene sentido si no pone su punto de mira en la Pascua. La muerte no fue para Jesús la última palabra sobre su vida. La palabra definitiva la pronunció con rotundidad su Padre Dios y se llama vida eterna junto a Él. Y esa es también nuestra promesa, la Esperanza que no defrauda, porque nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios (cf. Rm 8,35.37-39 y Bula Spes non confundit 2,3). La Esperanza, como el resto de las virtudes teologales, nos anticipa algo de lo que creemos, esperamos y amamos. Por eso hay una continua interacción entre la realidad presente que vivimos y la que anhelamos para el futuro.
La Esperanza nos desafía a creer juntos. La carta a los Hebreos la llama «el ancla del alma» (Heb 6,19). Ella da seguridad y firmeza en medio de las tempestades de la vida. Además, sabemos que Jesús se adentra en nuestras contradicciones y heridas, nos invita a subir con Él a Jerusalén y seguir sus pasos para mostrarnos el sentido de la vida. Solo siguiéndole a Él, cargando la cruz y prosiguiendo su camino, seremos «peregrinos de esperanza» y podremos proclamar: «¡En esperanza hemos sido salvados!» (Rm 8,24).
Esa Esperanza nos invita a dirigir nuestra atención a las tres Personas de la Trinidad y a no olvidarnos de la Iglesia.
1.- Dios Padre siempre nos espera.
Él aguarda un año más nuestras respuestas y nuestros síes: «Déjala todavía este año…» (Lc 13, 8). En este tiempo cuaresmal aparece un Dios que espera con un amor que no se impone y que es paciente con nosotros porque es “el Dios de la constancia y del consuelo” (Rm 15,5). No busca el control de la situación o una solución inmediata; más bien se hace pasión para abrir definitivamente las puertas de la Esperanza. Él sigue derramando en la humanidad semillas de bien. Él nos acompaña entrañablemente en nuestros desesperos, fracasos y fragilidades. Sin experiencia de este Dios, viviríamos «sin Dios y sin esperanza» (Ef 2,12).
2.- Jesús, el Hijo, nos convoca a iniciar una peregrinación que solo se comprende desde la resurrección, pues es la meta de toda Esperanza.
El año jubilar cultiva un elemento fundamental: la peregrinación; «ponerse en camino es un gesto típico de quiénes buscan el sentido de la vida». Peregrinar para llegar a la «puerta santa», al encuentro personal con Jesucristo, la «puerta» de salvación. «Yo soy la puerta, quien entre por mí se salvará» (cf. Jn 10,9). Entrar en el aprisco, en la comunidad eclesial y caminar «todos juntos» con Él, dando razón de nuestra Esperanza.
Este es el secreto que hemos apuntado: lo central es la Resurrección de Jesucristo y con ella nuestra propia resurrección. Esta fe en la vida eterna, en el encuentro definitivo con el Señor, es la que nos ayuda a no afligirnos como quienes carecen de esperanza (cf. 1 Tes 4,13).
3.- Convertirse a esta Esperanza es dejar que el Espíritu Santo active en nosotros todas las disposiciones posibles para dejarnos renovar. La Esperanza es activa.
Nunca es estática, está siempre en movimiento hacia algo más y es abierta. Invita a lo desconocido, a subir con Él y por su mismo camino. Y eso no es posible sin ciertas dosis de audacia y de confianza. Por eso, la renovación interior no se centra en nuestros deseos, en lo que me gustaría a mí o a mi grupo, a los míos… No es una forma de controlar el futuro según los planes propios, o de someter a Dios a nuestras ilusiones. Por tanto, nos invita a dar un nuevo salto de fe hacia lo que Dios nos prepara. Nos ayudará recordar que «Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino espíritu de fortaleza, amor y buen juicio» (2Tim 1,7).
4.- La Esperanza, además, se camina con otros hermanos en la Iglesia.
No es un mero deseo individual o un bonito discurso que maquilla la realidad; cuenta con otros y con el ritmo diferenciado de unos y de otros. Por eso la respuesta es diversa, como la de los discípulos. Juan corre más que Pedro al acercarse al sepulcro vacío (cf. Jn 21, 1-10). Inquietos los dos, sin embargo, van en la misma dirección y recorren juntos el mismo camino. Nosotros somos convocados a algo parecido. No deja de ser un acto de sinodalidad, de camino compartido. Supone que antes hemos subido JUNTOS, con Jesús, a Jerusalén para dejar que sea Él quien, a pesar de nuestros abandonos y heridas, nos conduzca y nos muestre el amor entregado de Dios. Por eso la Esperanza, como la salvación, es también una realidad comunitaria, se realiza en cada persona, pero dentro de un nosotros. Es un aspecto de la Esperanza que el Papa ha querido poner de relieve en este año jubilar, haciendo una llamada a no caer en la tentación de considerarla solo en la esfera de lo individual, sino reconocer su ethos comunitario.1
II.- PECADOS CONTRA LA ESPERANZA
Lo primero que hemos de pedir es que Dios ilumine los ojos de nuestro corazón para iniciar estos días preparatorios de la alegría de la Pascua, reconociendo y nombrando las costras del pesimismo y la desesperanza que nos abruman. Señalo algunos pecados que obstruyen el acceso a la Esperanza:
1.- Confundir Esperanza con optimismo. El cristiano es un ser esperanzado, más que un optimista. El optimismo parece a veces una invitación a mirar solo la parte positiva de la realidad. El esperanzado invita a mirar la realidad en su totalidad, pero sabiendo que la última palabra es de futuro y es de Dios. La Esperanza no es evidente. Supone un «salto de fe», como el de María, o el de tantos que, sin hacer pie, apoyan su vida en la promesa del Señor incluso cuando solo se ven gérmenes de lo que será. Implica mirar hacia adelante con confianza, sabiendo -como decía san Agustín- que «nada hay tan opuesto a la Esperanza como el mirar atrás».2
2.- El miedo al compromiso por creer que Dios me quita mi tiempo o mis posibilidades. Es lo que el Papa Francisco llama la acedia egoísta:
«Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre […]. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia paralizante» (Evangelii gaudium 81).
Cada bautizado, en su vida creyente, necesita convertirse a la voz de Dios. Ello nos dará valentía para responder a la vocación de cada cual y entrar en este camino de compartir SU misión en medio de nuestro mundo. Una misión que no es fragmentada ni particularista, sino única, eclesial y vinculada a Jesucristo.
3.- La tristeza individualista.
«Si eres Hijo de Dios, sálvate a ti mismo» (Mt 27,40) escucharemos en este camino cuaresmal. Es la gran tentación. El individualismo fragmenta y descohesiona. Olvida que la Esperanza cristiana es siempre Esperanza para los demás. «Nadie se salva solo. En mi vida entran continuamente los demás… Nuestra Esperanza es siempre y esencialmente también Esperanza para los otros; solo así es realmente Esperanza para mi» (Spe salvi 48). Por eso el pecado nos encierra en prisiones de narcisismo y políticas partidistas. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien, ya no entran los pobres. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente, que brota de un corazón cómodo y avaro. Cerrarnos en nuestros espacios ahoga y nos hace perder de vista el camino de la misión de Cristo a la que se nos convoca y de la que no somos directores.
Será el bautismo y la vida vivida como respuesta a una vocación donde encontremos la renovada alegría y la capacidad de salir de nuestros pequeños espacios para caminar juntos como Pueblo de Dios, con la conciencia de que no podemos salvarnos a nosotros mismos y ciertos de que «más seguro va el cojo por el camino, que el corredor fuera de él».3
4.- Dejarnos arrastrar por la violencia y la polarización.
Son virus que llegan hasta nuestra Iglesia porque estamos viviendo en ese clima desesperanzador. Nuestro desenfocado amor a la iglesia puede, paradójicamente, volvernos estrechos de miras o mirar con ojos no evangelizados. Es doloroso que muchas veces la Iglesia sea herida por los mismos que aman a la Iglesia. Por ello, dice la Bula jubilar, «es necesario poner atención a todo lo bueno que hay en el mundo para no caer en la tentación de considerarnos superados por el mal y la violencia» (Spes non confundit 7).
Solo nos despertará la Esperanza misionera. Ella nos hace cambiar el corazón dejándonos traspasar por la llamada de muchas personas que necesitan encontrar la luz de Cristo, que buscan más y necesitan con urgencia descubrir una realidad eclesial que sea delicada, acogedora y extremadamente paciente y misericordiosa: una Iglesia «familia» y «hogar», como apunta el Sínodo. No pretendamos construir la casa por el tejado. Empecemos cimentados en roca y levantemos espacios para acoger, abrazar y escuchar desde Cristo. Solo así renovaremos nuestra fe y nuestras comunidades cristianas caminarán en Esperanza hacia el encuentro con el Señor Jesús.
5.- Alejarse de la cruz de Cristo.
La Esperanza cristiana no se basa en señales humanas, sino en Dios y su Promesa. Por eso, la Esperanza acontece siempre, de una u otra forma, ante el escándalo y la necedad de la cruz (cf. 1Cor 1,18), auténtica sabiduría y centro del misterio cristiano. Allí tendremos que acudir para entender y confiarnos a Dios.
A menudo pensamos que encontraremos más fácilmente a Dios en la paz de nuestro sentimiento, o en la tranquilidad del templo, o en la quietud sospechosa de vidas no tocadas por la llamada a la conversión e instaladas en la pereza, la injusticia, la ideologización de la fe o la mediocridad. La mirada debe estar fija en el crucificado (Zac 12,10). Los discípulos «se alegraron mucho» al mirar al que cargó con nuestros pecados.
El Papa nos recuerda que «abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que solo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la Esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar».4 Pero la cruz se ha de ver a la luz de la Pascua, que le ofrece todo su sentido. Y «no se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, no es eso la resurrección de Cristo, sino la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios»5.
6.- Olvidar a los crucificados y las víctimas.
Dios se revela a los arrabales de la ciudad, en la cima de la montaña y fuera del campamento, muchas veces fuera de nuestro pequeño mundo eclesiástico. Los rostros de los que están fuera nos apremian y nos dejan a la intemperie.
Nos viene a la memoria el magnífico exordio de la Constitución pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y Esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón» (GS 1). Francisco, en la Bula del año santo comenta que «los signos de los tiempos, que contienen el anhelo del corazón humano, necesitado de la presencia salvífica de Dios, requieren ser transformados en signos de esperanza» (Spes non confundit 7).
7.- Dejar de soñar según Dios.
No tengamos miedo a soñar. Jesús nos pone en el disparadero de un mundo que todavía no se ve pero que, ciertamente vendrá y «Dios será todo en todos» (1Cor 15,28). La Esperanza es una semilla que, junto con la Fe y la Caridad, crece y alumbra un nuevo futuro de justicia y bienaventuranza.
Los profetas de calamidades pierden toda razón ante la resurrección del Crucificado. Los hombres y las mujeres capaces de soñar han regalado a la humanidad horizontes inéditos y nos han humanizado. A través de «pequeñas esperanzas» nos han enseñado a descubrir cómo la Esperanza se abre paso inexorablemente. Sabemos bien que la sociedad actual no es nuestro ideal. Somos ciudadanos de la tierra pero con salvoconducto para el cielo pertenecemos a una sociedad nueva: hacia ella nos encaminamos. Nuestro peregrinar en Esperanza la anticipa de algún modo (cf. Spe salvi 4).
Por eso, los mejores de los nuestros se atrevieron a soñar, ayudaron a superar la esclavitud y trajeron mejores condiciones de vida a esta tierra. Los sueños de la buena gente han hecho más habitable esta tierra y más amable y justa nuestra convivencia.
III.- CONVERTÍOS Y CREED
Charles Péguy, poeta francés de la esperanza, tenía razón: de las tres hermanas –fe, Esperanza y caridad– la que parece más frágil es la Esperanza y, sin embargo, es la que tira de las otras dos, la que las arrastra por la empinada cuesta de la vida. En su dinamismo inseparable la Esperanza es la que señala la orientación, indica la dirección y la finalidad de la existencia cristiana (cf. Spes non confundit 18). Cuando la fe y la caridad se debilitan, es ella, la Esperanza, quien las sostiene e impide que desfallezcan. Y al revés, cuando la Esperanza entra en crisis, creer y amar hacen más fácil esperar. Por eso, muchas veces fe y Esperanza «parecen intercambiables» (Spe Salvi 2). San Agustín sintetizó la vida cristiana en «creer, esperar y amar». Santo Tomás y muchos teólogos posteriores han destacado la relación de circularidad existente entre las tres virtudes teologales.
Ahora es importante preguntarnos con sinceridad y humildad en quién o en qué ponemos nuestra Esperanza. El relato evangélico de los discípulos de Emaús puede iluminarnos un poco. Aquellos discípulos iban tristes, con la sensación de fracaso y de haber dejado enterradas todas sus esperanzas en un proyecto fracasado e inútil. ¿Qué esperaban? ¿En quién habían puesto su Esperanza? Ellos mismos responden: «Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel» (Lc 24,21). Habían puesto sus expectativas en cuestiones importantes, pero a la postre pequeñas. El encuentro con el Señor lo transforma todo y los de Emaús aprenden poco a poco a poner sus «pequeñas esperanzas» en la Esperanza del Resucitado. Sin duda, es el Resucitado quien nos ayuda a poner la Esperanza donde hay que ponerla y en quién hay que ponerla. Es la «gran Esperanza» de la que escribía Benedicto XVI.6
Para llevar a cabo la conversión que nos pide el Señor en este tiempo de Cuaresma, os propongo tres caminos que pueden ayudarnos. Son iniciativas que os invito a desgranar y ver cómo se pueden llevar a cabo en nuestra comunidad:
1.- Renovemos nuestro bautismo.
Propongo insistir en una línea diocesana que desde principio de curso nos tiene empeñados. Aprovechemos este tiempo de Cuaresma para, domingo tras domingo, ahondar en la experiencia bautismal e irla desgranando. Así nos prepararemos para afrontar de forma nueva e intensa la renovación de las promesas bautismales en la gran vigilia de la noche de Pascua. Este año insistiremos en este momento celebrativo, y especialmente en la perspectiva de la vocación al laicado.
Queremos renovar nuestra respuesta a la vocación que brota del sacramento del Bautismo para ser incorporados a Cristo y ser parte de la Iglesia. Esta Cuaresma será un buen momento para poner en valor lo específico de nuestra vocación para ser testigos del Evangelio en la vida cotidiana, para comprometernos con el mundo y con nuestros entornos y familias desde la perspectiva del Reino de Dios. Se trata de que, desde la común dignidad bautismal, participemos activamente en la vida y en la misión de la Iglesia, no como meros invitados sino como llamados apremiantemente por el Señor a participar activa y corresponsablemente en su misión. Así podremos vivir una vida de santidad en la vida cotidiana de cada día.
Os propongo unas pistas para hacer efectiva esta renovación del bautismo desde la experiencia vocacional:
- Oración y reflexión: fomentar una vida de oración constante en Cuaresma. Puede incluir la práctica de la Lectio Divina, donde los participantes reflexionan sobre pasajes bíblicos relacionados con el Bautismo. No olvidemos que «la oración es la escuela de la esperanza», sabiendo que «rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad… [sino] el proceso de purificación interior que nos hace capaces de Dios y, precisamente por eso, capaces de los demás» (Spe salvi 22).
Incluso la oración de petición serena el corazón, es un acto de confianza en Dios, de amor al prójimo y nos ayuda a seguir luchando con Esperanza (cf. Gaudete et exsultate 154)
- Sesiones de catequesis y retiros: organizar sesiones que expliquen el significado del Bautismo, su historia y su relevancia en la vida cristiana. Incorporar textos que recuerden a los laicos su identidad como hijos de Dios a través del Igualmente, se pueden incluir testimonios que fomenten el sentido de pertenencia y vinculación a la comunidad.
- Insistir en los procesos de iniciación cristiana, en la vocación y en la respuesta feliz a la que se nos convoca. Se trata no solo de “pensar”, sino de preguntarnos cómo nuestra comunidad puede ayudar a gestar nuevos cristianos y a insertarlos en el misterio de Cristo y en la pertenencia eclesial.
- Diseñar didácticamente un pequeño camino pascual donde celebremos y desgranemos, domingo tras domingo, de forma intensa el Bautismo y la llamada de Dios a las diversas vocaciones, haciendo especial atención a la laical.
2.- Pongámonos a los pies de los crucificados de nuestros entornos.
Esta Cuaresma puede ser un momento especial para la caridad, para el servicio a los demás. Prodiguémonos en visitar a enfermos, acompañar a personas mayores que padecen la soledad no deseada, ayudar a los necesitados o a escuchar despacio y con empatía realidades cercanas que necesitan atención y cariño. Estos compromisos serán signos tangibles de Esperanza para tantos hermanos y hermanas que viven en condiciones de penuria (cf. Spes non confundit 10). «La verdadera esperanza cristiana, que busca la consumación en la vida eterna, siempre suscita encuentros y genera historia» (cf. Evangelii Gaudium 181).
La Esperanza proporciona la motivación y la confianza necesarias para actuar con caridad, mientras que la caridad da sentido y dirección a la Esperanza. Francisco ha afirmado que la Esperanza y la Caridad son dos alas que nos permiten volar hacia Dios y Benedicto XVI señaló que, sin Esperanza, la Caridad se convierte en un acto vacío; sin caridad, la Esperanza se quedaría en un mero deseo.
3.- Hagamos de nuestros espacios de Iglesia lugares para el encuentro.
Necesitamos en la Iglesia espacios de encuentro y contraste amable. Propongo que intensifiquemos los encuentros, especialmente los que visibilicen la pluralidad y la comunión. Que los discípulos de Cristo, que murió «para unir a los dispersos», seamos instrumento para derribar muros y diluir polarizaciones por la vía del encuentro. Que practiquemos la mesa compartida, rebajemos el tono de nuestros enfrentamientos y, sobre todo, aprendamos a mirarnos a los ojos.
La pasión de Jesucristo nos aleja del grito y del insulto, nos distancia de la burla y del sarcasmo, y hace de barrera ante la descalificación sistemática, la falta de respeto y de caridad al prójimo. Aprendiendo de las actitudes de Cristo, podemos ofrecernos en nuestras propias casas y en nuestras parroquias y comunidades para ser vínculo de acercamiento entre los diversos. Podemos lanzarnos a generar iniciativas interreligiosas, políticas, culturales, o incluso facilitar la comunión entre la pluralidad de grupos, sensibilidades y tendencias eclesiales que pueden estar aisladas, alejadas o enfrentadas unas contra otras.
Expertos en humanidad y peregrinos de Esperanza, con mimo, tacto y preparación, impulsemos gestos proféticos que ayuden a mostrar el paso del Espíritu del Señor que, como a los discípulos de Emaús, sigue saliendo a nuestro encuentro para caminar con los perdidos y procurar que seamos «uno para que el mundo crea» (Jn 17,21).
Termino recogiendo el deseo que expresa el Papa Francisco al final de la Bula jubilar de este año santo: «Dejémonos atraer desde ahora por la Esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean. Que nuestras vidas puedan decirles “espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor” (Sal 27,14). Que la fuerza de esa Esperanza pueda calmar nuestro presente en la espera confiada de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la alabanza y la gloria ahora y por los siglos futuros» (Spes non confundit 25).
¡Buen camino hacia la Pascua!
+José Cobo Cano Cardenal arzobispo de Madrid
PREGUNTAS PARA LA REFLEXIÓN
¿Qué necesitamos cultivar para no dejarnos «robar la esperanza»? (EG 86)
¿Qué pasos significativos se han dado en la historia personal y colectiva para alumbrar la Esperanza y hacer del mundo un lugar mejor?
¿Qué hace falta para que tú, tu comunidad y nuestra Iglesia en Madrid, pasemos de la noche a la luz, de la tristeza a la Esperanza?
¿Dónde están y qué lugar ocupan en nuestra vida las personas más vulnerables?
¿Qué podemos hacer para destacar la dignidad bautismal y la corresponsabilidad eclesial que tenemos todos en la Iglesia?
¿Qué pasos podemos dar para mostrar el respeto a las diferencias y la vocación a la unidad?