Homilías

Domingo, 20 abril 2025 15:09

Homilía del cardenal Cobo en la celebración de la Pasión y Muerte del Señor (18-04-2025)

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Queridos hermanos obispos. Queridos vicarios. Queridos sacerdotes, diáconos, queridos seminaristas. Consagrados y consagradas que estáis aquí. Las familias que os habéis acercado esta tarde a la catedral. Laicos y laicas. Queridos cofrades, que también nos acompañáis en esta liturgia.

En la vida estamos acostumbrados cada uno a mirar donde nos interesa. En nuestra cultura de la imagen cada uno vamos seleccionando lo que queremos ver, lo que nos apetece, o la plataforma que ahora nos interesa. Incluso en las redes sociales, cada uno selecciona qué fotos, qué noticias interesan y cuáles pasamos rápido porque no queremos mirar. Hasta los algoritmos se encargan de servirnos las ventanas desde donde poder mirar las noticias, la cultura, la política. Siempre seleccionamos o nos seleccionan. Pero a menudo hay un montón de realidades invisibles que nos cuesta mirar, preferimos no enfocarlas.

Este Viernes Santo también podemos venir aquí para aprender a enfocar la mirada. Hasta podemos seleccionar y decidir cómo estar esta tarde aquí. En el Viernes Santo unos se enfocan la piedad, hacia las imágenes; otros al pasado, recordando las viejas semanas santas; quizá otro ven lo espectacular de los pasos y las procesiones, y hasta otros solo ven las vacaciones o el ocio de estos días.

Pero la Iglesia, sabia como madre, hoy nos invita a enfocar la mirada a un lugar determinado. En medio del bosque de estos días, en medio de nuestra ciudad, se nos invita a mirar con la honradez del corazón. Por eso la liturgia de hoy lanza una voz que atraviesa la historia: mirad el árbol de la Cruz. Miradlo. No tanto las cruces ornamentales o las transformadas en estandartes de otras cosas. Mirad la huella de Cristo en ese tronco, y no apartéis la vista. Porque esta Cruz acoge el misterio del dolor del mundo.

A casi todos los discípulos les escandalizaba esta mirada. Hasta el punto que, aun siendo amigos, se marcharon. No aguantaron ver al amigo y al maestro desnudo, hecho un guiñapo envuelto en sangre. Es difícil no apartar la mirada al ver al Hijo de Dios, al amigo, desnudo, condenado por los maestros de la religión por blasfemo. Es difícil entender que todos dijeran que Jesús era un malhechor, y contemplar cómo es víctima de esta cascada de violencia, insultos, gritos, golpes y silencios. ¿Cómo mirar ahí? ¿Cómo mirar hoy el árbol de la Cruz? ¿Cómo mirar a Aquel que está colgado por ateo y por blasfemo? ¿Cómo mirar a quien se le cuelga el cartel de maldito y al tiempo acoge nuestros dolores y heridas?

Es necesario ahondar, y contemplar, y amasar cada palabra en el corazón, pues no hay quien entienda que alguien dé la vida a los mismos que se la están quitando. Por eso, esta tarde mirad el árbol de la Cruz, no apartéis la vista porque es Dios el que pasa por ahí, y por eso, si no miramos al árbol de la Cruz, no miraremos a Dios.

También la Palabra de Dios de hoy nos decía y nos invitaba a mirar de una forma especial. Nos centra la atención, enfocándolo más: «Mirarán al que traspasaron». Sí. Es Cristo traspasado, con el corazón abierto y roto. Es la revelación más importante del amor de Dios, concreto y real. Allí Dios pide el amor de lo que lo contemplan. Tiene sed del amor y la mirada de cada uno de nosotros. Mirad cómo así Dios dialoga de corazón en corazón con el lenguaje humano.

Es la Cruz donde se hace la revelación más grande la historia, la más profunda, el éxodo más grande. Se produce en ese momento en el que los que pasan delante le dicen convencido a Jesús: «Si eres hijo, bájate, que actúe Dios, que Dios te solucione la vida». «Si eres hijo baja, y todo se resolverá». Jesús, en la propia Cruz, dio este gran paso: renunció a relacionarse con un Dios que bajaba de la Cruz poderosamente, para unirse y abandonarse en un Dios impotente, un Dios víctima, un Dios que padece y que sangra y llora hasta la última gota. Renunció, como sucedió ante la vieja tentación, a ese Dios apartado de la vida, para ponerse en las manos del Padre, que está en Él y con Él, padeciendo desde la impotencia.

Y aceptó, sí, aceptó, abandonarse en este Dios frágil y misterioso. Es un cambio de toda la historia. Jesús muere abandonándose al Dios víctima que no bajó, como todos esperarían. Por eso esta tarde la respuesta que el Señor espera no es grandeza ni logros, ni perfección, es que nos dejemos atraer por el costado herido donde al punto manaron agua y sangre, como un río que no cesa. Bañarnos en un corazón abierto, partido y derramado, porque ahí nace el camino de cada uno de nosotros.

Por eso no es fácil mirar el madero, como no lo fue fácil para los primeros, ni para nosotros. A los discípulos les costó un tiempo, necesitaron el aliento del Espíritu, esa fuerza invisible que también hoy arde en nosotros. Fue necesario en bautismo del Espíritu para ver con otros ojos, para mirar la Cruz como el umbral de la vida. Hoy nosotros, recogiendo el testigo, escuchamos con valentía la voz que nace de nuestro Bautismo y nos dice: «No apartes la mirada, mira, sé valiente, porque ahí está el principio de tu vida».

Solo un discípulo permaneció, el que estaba con la Madre. Deja, pues, como el discípulo amado, que también la Madre te sostenga en estos momentos y te ayude a mirar. Ella nos lo ensaña, y así, al pie de la Cruz, nace esa frágil Iglesia. Así, al pie de la Cruz, con María y con esa frágil Iglesia, como aquí esta tarde, es más fácil mirar. Juntos, como pueblo nuevo, nacido de un dolor que salva.

Los padres de la Iglesia ya lo supieron ver: nos dicen que en la Cruz aparecen los signos de un gran parto. Entre el agua y la sangre fluye la vida. Son los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, el cauce de este río, esa corriente eterna que nace de ese costado traspasado, y ahí estamos nosotros, de ahí hemos salido nosotros, de ahí venimos, somos hijos del amor que sufre, somos fruto de aquella tarde y por eso esta tarde estamos aquí.

Mirad el árbol de la Cruz, y acoged el corazón de Dios, porque por medio de él aprenderemos a acoger todo el amor y toda herida que nos encontremos a nuestro alrededor. La adoración a la Cruz nos enseña a ver de forma nueva los lugares que están bañados por el río de la Cruz.

Es tanto amor silencioso que llena la vida de nuestras comunidades. El amor silencioso de los padres y madres que madrugan cada día para poder dar de comer a sus hijos. El amor silencioso y callado de nuestros mayores, que no ahorraron ningún esfuerzo por sacar adelante a sus hijos y a darles un futuro mejor. El amor silencioso y entregado de tantos hombres y mujeres que dejan sus países y la cercanía de sus familiares para migrar y conseguir una vida mejor. El amor silencioso y la entrega de toda la vida religiosa contemplativa, que desde el interior de los monasterios reza y ofrece para que la gracia de Dios siga renovando la faz de la tierra. Y tantos y tantos otros.

Al contemplar el árbol de la Cruz y sumergirnos en este río de agua y sangre que brota de ella, también aprendemos a reconocer y a atender las señales y heridas infringidas a la dignidad humana. Mirar nos sensibiliza ante toda forma de desprecio por la vida y de explotación de las personas, y nos invita a descubrir a Cristo allí.

Y también, queridos hermanos, acoger la Cruz, es más que nunca hoy ser sensibles a toda forma de violencia en un mundo violento, pues la Cruz es la respuesta de Dios a todas las guerras, a todas las manifestaciones de arrogancia, de superioridad, de poder y de dominio.

Jesús no se enfrenta al pecado llamando a una legión de ángeles para que luchen en un combate interminable. Él se abaja, se ofrece, y esos caminos los tendremos que asimilar para poder vivir. Por eso la Iglesia es invitada hoy a ser en Cristo principio de reconciliación en nuestro mundo. Somos ministros de la reconciliación ante la Cruz, no voceros de la confrontación, del juicio permanente, de la condena, del conflicto, la división. Esto es ser católico.

Hoy, queridos amigos, dentro de poco realizaremos un gesto de adoración junto a toda la Iglesia. Un gesto para mirar, lleno de vida, que se repite en grandes catedrales, en los humildes templos y en los lugares que ahora también están perseguidos. Imaginaos por un momento todos los que hoy miramos a la Cruz, comulgando en este acto de fe. Nos hace hermanos de todos los que esta tarde miran y se apoyan en el madero reverdecido por la entrega de Cristo.

Mirad, por favor, mirad con el corazón, mirad el árbol de la Cruz. Abramos el corazón como discípulos amados, con la Madre, y enfoquemos a donde la Iglesia nos dirige la mirada.

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