Homilías

Lunes, 27 enero 2025 14:15

Homilía del cardenal José Cobo en el centenario de la muerte de Santa Rafaela María (23-01-25)

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Es un momento de alegría y celebración. Gracias a todos los que habéis respondido a esta cita de recuerdo y actualización en un centenario. Gracias a todos los sacerdotes que estáis, desde el Vicario de la Vida Consagrada, sacerdotes, capellanes, gracias a todas las consagradas que estáis, a la provincial, al consejo y a todas las religiosas de la Comunidad de Madrid y a toda la familia ACI.

«Venid a mí, venid, cargad y aprended». Es la llamada que nos hace el Señor esta tarde y para aprender, cargar e ir hacia Él, como en una misma dinámica, a lo largo de la vida nos va poniendo instrumentos, personas, buenas noticias a nuestro alrededor que nos dicen cómo llevar una vida plena, auténtica y que conduzca a Él. Hoy la Iglesia de Madrid, todos nosotros, nos alegramos y por eso venimos a esta Catedral a celebrar 100 años del paso al Padre de Santa Rafaela María, fundadora de vuestra congregación, Esclavas del Sagrado Corazón.

Ha habido muchas celebraciones en muchas diócesis del mundo, pero celebrarlo aquí en Madrid tiene un significado especial porque venir aquí es celebrar parte de los orígenes de vuestra congregación. Cuando Madrid era archidiócesis de Toledo allá por el 1877 se macera y se consolida un grupo de hermanas que venía de Córdoba buscando por dónde las llevaba el Espíritu, como también nos gusta decir en este momento de la Iglesia.

Entonces, el cardenal arzobispo de Toledo, Juan de la Cruz Ignacio Moreno admitió esta comunidad de novicias en Madrid. Aquí hicieron sus primeros votos, fueron aprobados los primeros estatutos y tuvieron el permiso para exponer y tener eso que tanto apreciaban: el Santísimo en casa, eso que siempre se ha mantenido y es un epicentro de vuestra vida.

Después de aquel momento, hacemos memoria de un grano de mostaza que se sembró allí, de una semilla pequeña que en aquel momento pasaba inadvertido a los ojos de tanta gente que se cruzaban con Rafaela, Pilar y sus compañeras allá por las calles de Santa Engracia o General Martínez Campos.

Podemos decir, de forma concreta, que en estas calles y en esta vida de Madrid, se pusieron los cimientos de un nuevo carisma en la vida de la Iglesia y eso que era un momento difícil, le superaban las circunstancias y se sentían desbordadas, pero a la vez sentían que Dios les abrazaba a través de su gracia que recibían de ese corazón manso y humilde de quienes estaban aprendiendo a encontrarse con Él, y encontrar en ese corazón manso y humilde descanso seguro y confiado. Una confianza ilimitada que llevaba a santa Rafaela a poner, y eso nos enseñaba lo que el Evangelio decía, su vida en las manos del Señor.

Por eso decía: «Dejarme en las manos de Dios, con entera confianza, como hija en mano de su madre». Pero no lo hacía de forma teórica, sino con gran realismo. Lo hacía, por un lado, pisando tierra en lo concreto, en lo que tenía de sufrimiento, de incomprensión y de oscuridad.

Pero tocando tierra, inmediatamente, el corazón, la fe, la llevaba a mirar a lo alto, siempre a lo alto. «Sé por experiencia – decía - cuanto me ama», y mira a Dios. Esta es una de sus enseñanzas, una enseñanza que traslada el tiempo y que hoy aparece de una forma singular: confiar en Dios, poner en Él solo nuestra esperanza, a pesar de las dificultades de la vida o de las locuras de los números o de las expectativas. Confiar en Dios, mirar arriba, pero sin dejar de mirar este mundo que Dios ama, por el que Dios ha dado la vida y el mundo, la realidad a la que nos sigue enviando: salir a liberar ataduras, a aliviar y consolar a través de la escucha y la ternura, curar las heridas del abandono y del descarte y crear puentes en nombre de Dios a tantos desencuentros que aun nuestra ciudad sigue teniendo.

Todo esto, todos los que conviven y se empeñan en este carisma, son convocados y crea una fraternidad que se expresa en torno a la Eucaristía, tan en el corazón y tan cerca de santa Rafaela. Un día 6 de enero de 1925 en Roma, después de más de 30 años de silencio, de soledad, santa Rafaela entró en este gozo que había deseado y que había pedido toda su vida. No hubo solemnidades ni actos donde se glosara su vida y alabanzas, pero Dios estuvo allí diciendo: «Venid a mí».

En sus apuntes, esos que hizo en unos ejercicios, expresa su experiencia espiritual de entrada en el corazón de Dios de esta realidad. Decía: «En la cruz está la salud y la vida, en el sufrir humillaciones, contrariedades y desprecios, y no pensar ni hablar más de esto, sino abandonarme en los brazos de la Providencia». Curiosamente, esas palabras, después de 100 años, resuenan en un Madrid del siglo XXI a través de vosotras y de todos los que hemos venido a esta catedral.

Por eso, hoy agradecemos y hacemos memoria de este momento de encuentro de la santa con el Dios al que tanto amó, tanto y en tantos se apoyó. 100 años y sigues dando frutos decís, así habéis resumido esta presencia de este tiempo, esta presencia de vuestra congregación en el servicio de la Iglesia. Una fecundidad fruto de aquellos granos de trigo que con más o menos conciencia se segaron e hicieron florecer una nueva vida.

«Si el grano de trigo no muere, no puede dar fruto, pero si se pudre, si desaparece hay una gran cosecha». No lo olvidéis en todo lo que proyectáis, vivís y hacéis después de estos 100 años de experiencia.

Estos son los cimientos que han mantenido vuestra congregación y que hoy en esta sencilla eucaristía agradecemos al Señor. El tiempo cambia mucho, este Madrid no es el Madrid de Santa Rafaela, pero hay una cosa que ella decía que no desaparece, que pase lo que pase siempre florece: «El bien que se haya hecho – aprendedlo bien - nunca desaparece y siempre florece».

Florece en frutos de evangelización, florece a través de la vida y la entrega de tantas religiosas y esclavas que, en estos 100 años, a lo largo y lo ancho del mundo, de la diversidad de instituciones educativas, sociales, misioneras, casas de espiritualidad, capillas abiertas a la adoración, vidas enteras entregadas para la siembra de Dios.

Aquí estáis hoy una representación de estos frutos, de aquello por lo que sonó Santa Rafaela. Una representación con religiosas, laicos, laicas de la familia, profesores, alumnos, que os consideráis fruto sencillo de aquella mujer buena, que se hizo imitando a Jesús, eucaristía, pan y vino. Aquella mujer que dio la vida porque comprendió que la Eucaristía no es una celebración solamente, es la entrega diaria de la vida, que se entierra y se ofrece a Dios. Su espiritualidad y su carisma, desde donde ahora vivís vuestra fe y el compromiso bautismal lo sabéis bien: está centrado en la adoración y la reparación.

Dos ejes fundamentales que también aportáis a la Iglesia y que la Iglesia de Madrid os agradece. La adoración al Santísimo Sacramento que procede de la Vida con mayúscula, que en la Celebración Eucarística se hace parte y entrega y se introduce en la vida de cada cristiano.

Adorar implica la persona entera, significa caer de rodillas y descubrir la desproporción del misterio de Dios, saberse pequeño y es difícil en un mundo donde nos quieren hacer muy grandes, más de lo que somos, es contracultural porque es reconocer el Misterio de un Dios que pide que le entreguemos nuestra libertad y allí es donde aprendemos a ser felices.

La reparación tiene una dimensión también muy contracultural, pero profundamente cristiana y humana. Reparamos, reconstruimos la imagen de Dios en cada persona y lo hacemos cuando contribuimos a restablecer relaciones fraternas entre las personas que están rotas por la violencia y la injusticia. Reparamos cuando consolamos los corazones rotos por tanto sufrimiento, tanto dolor y tantas situaciones que exigen reconstruir la imagen de Dios, un Dios que a veces queda roto.

Hijos de un Padre que nos hace hermanos y nos sigue pidiendo, a todos los que estamos aquí, reconstruir su rostro.

Se entiende muy bien con lo que santa Rafaela dice: «Está en este mundo, como en un gran templo, para reconciliar todo con Dios, descubrir la presencia de Dios en toda la creación, pero especialmente en el corazón de cada hombre y de cada mujer». Por eso ella se considera como sacerdote en medio de este mundo para ofrecer su vida en continuo sacrificio y alabanza. Adorar y reparar.

Se repara cuando se reconcilia, se reconcilia cuando se adora.

Queridos hermanos y hermanas, que al cerrar el centenario no olvidemos esta vida, este sacerdocio bautismal de esta mujer tan actual, esta mujer que san Pablo VI llevó a los altares tal día como hoy del año 1977 y que sigue dando sus frutos. Pedimos a la Santísima Virgen, que, al hacer memoria de Santa Rafaela, seamos impulsados a adorar y a reparar, a sentirnos adoradores de un Dios presente siempre, amando siempre, un Dios que sigue poniendo en nuestras manos el amor fraterno para reparar tanto desamor, tanta insolidaridad, tanta indiferencia en estas calles de Madrid por las que ahora seguimos paseando, pero que están necesitando de testigos que escuchen lo mismo del Evangelio: «Venid a mí, cargad y aprended de mí».

Gracias por todas las personas, por vosotras y por todos los que nos ayudan a aprender de Jesucristo a través de la oración y de la reparación de su dignidad.

 

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