«Nos toca conocer los tiempos que el Padre ha establecido»: esta es la desconcertante línea de acción del Señor. Nos toca conocer los tiempos: es un mandato y una promesa. La promesa es que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo. El mandato es exigente: ser sus testigos hasta el confín de la tierra. Así de sintético y contundente. Así fueron las últimas palabras de despedida del Señor cuando tiene que dejar a sus discípulos.
Nosotros pretendemos tener todo agendado, planificado, ordenadamente colocado en las agendas, tanto las académicas como las pastorales. Hacemos planificaciones, plantillas, pero al final Jesús siempre nos sorprende haciéndonos regalos inesperados, nos implica y nos saca de eso que se llama nuestras zonas de confort.
Desde el principio, el Maestro ha caminado en las periferias de nuestro mundo y a la intemperie haciendo que los discípulos aprendan a desenvolverse allí. Es allí donde el Maestro quiere que estén.
Por eso, no es de extrañar que, ante unos discípulos desconcertados por su muerte prematura y violenta, en la intemperie de la vida, el Señor les conduzca de nuevo al lugar donde quiere que permanezca.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos da hoy los detalles: «Se presentó a los apóstoles, les aportó numerosas pruebas de que estaba vivo, se le apareció durante 40 días y les habló del Reino de Dios». Y aun así a los discípulos les cuesta confiar. No sé si nosotros lo tenemos más fácil.
Por eso, al inicio de este curso, no hay que como rezar con intensidad el Salmo que hemos cantado todos: «Envía tu Espíritu Señor y repuebla la faz de la Tierra». Solo la atención a las indicaciones que nos da el Espíritu Santo nos puede sacar de nuestras vacilaciones, de nuestras perplejidades y de nuestros despistes para, ahora al principio, saber donde todos tendremos que colocarlos.
Al hilo del Evangelio que hemos proclamado, la primera asistencia que hoy le pedimos al Señor como comunidad universitaria es el don de saber desde el primer día, qué es lo fundamental. Dónde estamos todos. Lo que se pide de nosotros. Y no es otra cosa que es saber amar a Dios con todo el corazón y con todo el ser. Se lo pedimos también para esta archidiócesis, para todas nuestras diócesis y para toda la Iglesia. Si no comenzamos por el amor, perdemos el norte y todo lo demás se caerá porque es efímero.
El segundo auxilio que le pedimos al Espíritu es el regalo de la docilidad para acoger y guardar su Palabra. Las dos cosas son igualmente importantes: acoger y guardar. En nuestra diócesis hemos tenido la oportunidad de acoger la Semana de la Palabra: creímos que es la mejor manera de iniciar eclesialmente un nuevo curso. Juntos, a la escucha, pues la Palabra necesita ser acogida, contextualizada y rezada personal y comunitariamente. Del mismo modo, no busca la Palabra ser depositada en un archivo como si un documento más se tratara. Guardar significa llevarla a término, obedecerla, hacerla vida y eso es lo que se nos pide.
La tercera súplica que le pedimos al Espíritu es que nos dejemos habitar. Sí, habitar por la Palabra. Solo así la haremos visible en nuestra vida y solo así, habitados por ella, seremos creíbles. Hablar y enseñar. Recordar lo que se olvida y volver a pasar por el corazón. De eso nos habla hoy el Evangelio explícitamente, aunque seguro que san Juan no tenía en la cabeza las universidades, pero sí podemos aprovechar a su hilo algunas enseñanzas sencillas que hoy os propongo.
La primera es pedir al Espíritu Santo, al hilo de la Palabra, el regalo de la sabiduría y de la pasión por la verdad. Los discípulos querían arraigarse fielmente en el Señor, pero con duda, y a veces por si no le salían bien las cosas, no se habían enterado bien. Pero el reinado de Dios tiene más que ver con Dios y con su Gracia que con nuestros empeños voluntaristas, por muy buenos que sean.
Por otra parte, en poco o en nada se parece a los reinados humanos. Esto, aplicado a nuestra comunidad universitaria, podemos añadir un matiz que tiene que ver con lo que hace muy poco pedía el Papa a los profesores de la Universidad Católica de Lovaina: «Se trata de ensanchar las fronteras del conocimiento». Acentuando que no se trata de aumentar nociones o teorías, sino hacer de la formación académica un espacio vital que abrace la vida y las intemperies de nuestro mundo.
Fe en Dios, que es el objeto y el sujeto de esta virtud, y también confianza en los hermanos y en el dejarnos sorprender por ellos. Sí, lo más apasionante de la vida es lo que nos sorprende, lo inverificable, lo misteriosamente seductor. Aquello que nos provoca asombro y rompe con todo lo previsible y lo rutinario.
Por eso, también pedimos al Señor ser capaces de superar la otra tentación de nuestra época: la renuncia a hacer preguntas, especialmente cuando son incómodas o cuando no tienen una respuesta simplona o maniquea. La universidad debe ser portador de búsquedas, debe ser conciencia crítica, debe iluminar con su reflexión a quienes se enfrentan a la problemática de la sociedad moderna o posmoderna, debe ser el crisol donde se debatan en profundidad diversas tendencias y donde se propongan soluciones.
Nunca la universidad puede ser refugio de tal o cual corriente, sino un espacio de búsqueda común siempre en camino. Nosotros discípulos, misioneros del siglo XXI, enviados por el mismo Señor, tenemos que afrontar la realidad de andar en la intemperie de una cultura instalada en la vaciedad, de un racionalismo que deja la secuela de la insatisfacción y en el reinado de la posverdad. La ausencia de grandes preguntas y la proliferación de falsas respuestas y fake news. Este es nuestro campo.
Ante ello, como dice San Agustín, repetimos en este inicio de curso: «Nos hiciste para ti Señor y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Aunque a veces, más que santamente inquietos, parecemos adormecidos o estresados o excesivamente ansiosos.
Impresiona la cantidad de gente que hay a nuestro lado que anda desnortada, deprimida con ideas acción suicida, con vidas desdichadas. Ese es un desafío para nuestra Iglesia y habla de la pertinencia y la sed que tiene nuestro mundo de acoger la Buena Noticia que nos ha encargado contagiar el Señor.
Por eso, queridos amigos, seguimos necesitando del Espíritu del Señor Resucitado para que camine a nuestro lado, para que nos enseñe presentar las verdades de la fe de una manera seductora y comprensible para nuestros vecinos en una cultura cambiante y relativista donde Dios ya no es el centro y nosotros vivimos siendo periféricos y colocados a la intemperie, tal y como nos colocaba Jesús al principio, pero sabemos bien de quién nos hemos fiado y quién es el constructor del Reino de Dios. Nosotros, como aquellos discípulos, somos testigos.
La teología tiene que dar cuenta de este testimonio: de en quién creemos y por qué creemos. Con todo, además de dar buenas razones, tenemos que mover a la experiencia personal hacia el encuentro de Dios que es el motor de todo cambio.
Para ello, ayer, hoy y siempre no hay mejor instrumento de la evangelización que el testimonio de la propia vida, fuera y dentro de las aulas. «Necesitamos más testigos que maestros», exclamaba el Papa Pablo VI. Por eso, los santos y los mártires no necesitan demasiadas cartas de presentación. Ellos son la carta de presentación de Dios.
Hoy tomamos conciencia honda de que el que se hizo Palabra y que acampó entre nosotros, el que fue Resucitado con el Padre, nos sigue entregando, en este inicio de curso, su Espíritu Santo para que despleguemos el Evangelio hasta los confines del orbe. Promesa y mandato: los dos términos del Evangelio.
Sin la promesa el mandato sería una orden sin posibilidades de ser cumplido. Y sin el mandato la Iglesia sería un club o un grupo estufa en el que sentirnos protegidos frente a tantas inclemencias.
Hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo que invocamos en esta Eucaristía de inicio de curso, nos ayude, primero a amar, que nos ayude a guardar la Palabra y nos regale la coherencia para ser testigos creíbles del amor de Cristo con obras y palabras. «Recibiréis el Espíritu Santo»: acojamos hoy esta promesa.