Damos gracias a Dios por vosotros, por Roberto, por Miguel Ángel y por Alberto, por todos los que os acompañan hoy. Toda la Iglesia diocesana os acompaña hoy en este día especial de fiesta en el que la Iglesia que camina en Madrid eleva también a Dios una oración de gratitud.
Nos hemos reunido esta mañana para acompañaros con cariño y oración en un momento muy especial: vuestra ordenación como diáconos. Con vosotros nos acordamos también de Willy y de Alejandro, que hace unos meses fueron ordenados en el Jubileo de los Diáconos.
Vemos que el Espíritu Santo sigue soplando y sigue suscitando vocaciones al servicio, al amor concreto, al Evangelio que se hace carne. La vocación al diaconado es un hermoso regalo para toda la Iglesia. No es un título, ni siquiera un privilegio; es una llamada y una invitación a poneros al servicio de todos y, muy especialmente, de los más pobres y olvidados, los que se sienten lejos o los que nunca han entrado a una Iglesia.
La Iglesia siempre sueña ser misionera, corresponsable y participativa y, por eso, os necesita en este empeño como testigos del evangelio del servicio. Es verdad que esta llamada os pilla ya bastante entrenados: la vida matrimonial, la familia y el trabajo han sido vuestro taller. Por eso, acogemos hoy especialmente a vuestras familias, vuestras esposas, vuestros compañeros de trabajo y de vida pastoral. Vuestra casa, especialmente, ha sido y seguirá siendo la primera escuela de amor que sirve, de esa iglesia doméstica donde todos aprendemos a lavar los pies en silencio, sin cámaras y sin micrófonos.
Gracias, Roberto, Alberto y Miguel Ángel, por vuestro sí. Y gracias también a vuestras esposas, a vuestros hijos y vuestras familias, que ahora os comparten un poco más con esta gran familia de los bautizados. Porque este ministerio no se sirve en solitario, es una consagración al servicio de toda la comunidad.
En la Iglesia fuisteis bautizados, y ese bautismo se ha ido conduciendo hacia vosotros, hacia toda la Iglesia a través de vuestro matrimonio, a través de la vida que habéis llevado. Esta fuerza, esta agua del bautismo, ahora os envía como servidores.
Aquí esta mañana, queridos hermanos, nos recordáis algo esencial de lo que todos somos desde este bautismo: en la Iglesia nadie está por encima de nadie y todos somos miembros de un solo cuerpo, de esa vid que nos habla Jesús. En ese cuerpo, el primero es el que sirve; por eso Jesús se ciñó la toalla y se puso a lavar los pies. Ese gesto resume toda la vocación cristiana, no desde el poder ni desde el figurar, sino desde la humildad, que es desde donde realmente se construye cada comunidad y desde donde se construye, definitivamente la Iglesia.
Nuestra Iglesia no es perfecta, no lo somos ninguno de nosotros, pero el Espíritu sigue obrando. En los Hechos de los Apóstoles vemos una comunidad que buscaba vivir un solo corazón y una sola alma; aunque, cómo no, también tenía sus tensiones, sus conflictos, sus diferencias culturales y sociales y, sin embargo, allí donde surgían heridas el Espíritu daba siempre soluciones. Por eso, el servicio de los diáconos surge con la necesidad de poner paz en la comunidad.
Todavía recordamos las palabras del Resucitado en la Pascua cuando, cada vez que saluda y se hace presente en la comunidad, Él lo que hace es dar la paz; dar la paz y mostrar sus llagas, para que sea a través de las llagas y de la fragilidad donde le descubramos. Por eso los diáconos son enviados a dar esa paz sin descuidar el servicio a la liturgia y a los sacramentos.
Eso es lo que yo os pido a vosotros por encima de todo, eso y que viváis y nos ayudéis a vivir la pertenencia a esta Iglesia diocesana como un regalo precioso que consolida nuestros vínculos y nos hace más fraternos.
No se llamarán diáconos aquellos que hemos escuchado que fueron los siete hombres elegidos, pero su tarea era la diaconal: servir a la comunidad. Fueron elegidos por el pueblo y enviados por los apóstoles con la imposición de manos. Ese gesto –que dentro de unos momentos repetiré– expresa algo muy hondo: la transmisión del Espíritu y la solidaridad con la misión. Una Iglesia que impone las manos no lo hace para dominar, sino para bendecir y enviar.
El Concilio Vaticano II recuperó este ministerio después de muchos años de silencio, y lo hizo –como en aquel principio– porque hoy, más que nunca, la Iglesia necesita servidores con los pies en la tierra, con experiencia de vida familiar, con sabor a oficina, a barrio y a parroquia. Es una vocación antigua para tiempos nuevos, y vosotros, queridos amigos, estáis llamados a ser testigos creíbles de que el Evangelio puede vivirse en medio de lo cotidiano en el estilo del servicio.
La Constitución del Vaticano Lumen Gentium lo dice con claridad: “Los diáconos no son ordenados para el sacerdocio, sino para el servicio. Sirven en la liturgia, en la palabra y en la caridad”. Eso no es poco, en realidad es el corazón mismo de la Iglesia, porque una Iglesia que no sirve, no sirve para lo que ha sido enviada.
El Evangelio de hoy nos recuerda con fuerza la fuente de esta única unidad, algo que Jesús nos pide: “Permaneced en mí”, como dirá con los sarmientos unidos a la vid; porque separados de Jesús no somos nada, separados de Jesús no vamos a ningún lugar. Solo si respondemos al amor de Dios permaneciendo pase lo que pase, podremos amar como Él nos amó, y este amor se traduce en gestos concretos: consolar, escuchar, anunciar o compartir.
Por eso nos recordáis, queridos amigos, con vuestra vida y ministerio, que toda la Iglesia es diaconal. Es vuestra tarea también decírnoslo con vuestra vida; si no se vive la dimensión del servicio, todo ministerio se vacía por dentro, se vuelve estéril y nunca produce frutos y, poco a poco ese ministerio se vuelve mundano, como nos decía el papa Francisco.
Los diáconos recuerdan a la Iglesia que la Iglesia tiene una vocación fundamental de servicio al mundo y de servicio entre nosotros, entre los miembros de la Iglesia.
Por eso, queridos amigos, cultivad la amistad con Cristo. Conservad y cuidad esta espiritualidad diaconal, rezad, escuchad la Palabra y no olvidéis nunca el rostro de los que sufren, de los pobres, de los excluidos, ellos son el sacramento de Cristo y a ellos va dirigido especialmente vuestro ministerio.
Hoy, mediante este sacramento, os unís un poco más a este Jesucristo a través de la Iglesia de Madrid. No como curas de segunda ni como monaguillos de lujos, como se ha dicho con amor y a veces con verdad, sino como servidores plenos, fecundos y entregados.
La tradición más antigua de la Iglesia llamó a Cristo el “diácono de todos”. Ignacio de Antioquía no concibe la Iglesia sin el obispo, el presbítero y el diácono. Vosotros sois los que hacéis visible esa comunión, y vuestra espiritualidad es la del servicio: dar la vida como Jesús la dio, desde el amor y desde la bienaventuranza que da el servir.
Esa espiritualidad se suma, sin quitar nada, a la que ya vivís como esposos y padres. Es una espiritualidad –podríamos decir– acumulativa, que se construye desde la vocación bautismal, que es siempre la raíz.
Hoy el Evangelio nos llama a todos, nos llama, amigos y, a vosotros en concreto, os invita a dar la vida por vuestros amigos. Esa será vuestra misión: ser amigos de todos, porque el amor de Dios no es frío e indiferente; el amor de Dios se implica, se conmueve y se entrega.
La fraternidad a la que vais a servir será capaz de cambiar el mundo, y es lo que más necesitamos en nuestro mundo y en nuestra Iglesia: hombres y mujeres que trabajen por construir esa fraternidad. No os desconectéis de la Iglesia ni de Jesucristo. No viváis el ministerio en solitario o encapsulado en grupos cálidos. Dejad que la comunidad os forme, os alimente y os cuide, porque solo así, conectados a Cristo y a la comunidad, daréis fruto y vuestra permanencia será fecunda. No dejéis de dejaros tocar y hacer crecer por vuestras comunidades. No dejéis de dejar que sea la comunidad la que os moldee, porque ella es la que os tocará en nombre de Cristo. Y así, construir la fraternidad, esa que necesitamos tanto en nuestro mundo.
Queridos amigos, queridos hermanos: esto no hace más que empezar. Hoy renovamos más un poco nuestro bautismo, nuestro diaconado, nuestro ministerio sacerdotal –que también implica el diaconado–.
Felicidades de todo corazón. Que la Virgen de la Almudena os acompañe en este servicio. Que vuestras familias generosamente os sigan sosteniendo y que toda la Iglesia que os ha visto crecer os ayude a mostrar esta misión que compartimos, y que consiste en crear fraternidad, mostrando al mundo el gozo de servir, el gozo del Evangelio.