«Al cumplirse el día de Pentecostés…». Así empieza hoy el relato que hemos escuchado. No dice simplemente «aquel día», sino «al cumplirse el día», como si todo lo que Jesús había prometido encontrara por fin su plenitud. Como si, por fin, el tiempo ese que nos va y se nos pasa, el tiempo se llenara de sentido. Como si algo se cerrara y, al mismo tiempo, algo nuevo empezara.
Los discípulos aparecen con frecuencia todos juntos en los últimos días de la vida de Jesús. Los discípulos están juntos, como cuando una familia se une en los momentos de desconcierto. Es el estar junto, es el encuentro lo que les predispone a la recepción del Espíritu. El encuentro es como una secreta pedagogía que Dios quiere que desarrollemos: esperar juntos en las noches es antesala para poder enterarnos y poder recibir de forma nueva el Espíritu.
Una de estas ocasiones de encuentro familiar, de reunirse juntos, fue al cumplirse el día de Pentecostés, «al cumplirse el día». Tiene que ver con algo muy grande, con el cumplimiento de aquella promesa que habían recibido todos y que transforma la vida y la historia. En medio del miedo y la perplejidad, al lado de tantos sentimientos que tenían los discípulos de fracaso y decepción, el grupo de los amigos de Jesús experimenta un auténtico terremoto que escala humana jamás podrá medir. Ese terremoto llega hasta hoy, hasta esta catedral, hasta cada uno de nosotros.
Ha pasado la cruz, ha pasado la resurrección, pero tanto a los discípulos como a nosotros el miedo sigue ahí. Y, de pronto, en medio de esa mezcla de fe temblorosa y esperanza incierta, pasa algo que ninguna palabra humana puede explicar. Viento, fuego, ruido, pero, sobre todo, Espíritu. No se trata solo de un fenómeno, de algo que pasó, es algo que irrumpe en la historia. Es un terremoto que llega al alma, imposible de medir con instrumentos humanos o con nuestra mente.
Los amigos de Jesús le habían conocido, sabían quién era: habían visto su fuerza, su ternura, su mirada que leía los corazones. Pero esto es distinto, esto les sonaba a nuevo. Esto es entrar en el Espíritu del Maestro, comprobar que su Presencia no se va. No se cuela tímidamente por las rendijas, sino que irrumpe –esa es la palabra– aun cuando las puertas están cerradas y atrancadas. Es el Espíritu del Maestro el que entra con fuerza, pero no para imponerse, sino para transformar.
Y al no saber cómo explicarlo, ellos se quedan con tres palabras. Tres palabras que resumen el Evangelio y definen nuestro ser discípulos, que nos marcan, si hoy también queremos renovar la recepción del Espíritu. Tres palabras: paz, envío y perdón.
– Paz, porque el miedo paraliza, pero la paz del Resucitado nos vuelve a poner en pie. Paz es el contexto, el signo y seña de que el Espíritu está entre nosotros; si no hay paz, el Espíritu no está. Paz es nuestro compromiso y la señal de allí hay cristianos.
– Envío es una palabra nueva. No se trata de quedarse en la seguridad de la casa, no se trata de quedarse en la seguridad de los templos o en los espacios fáciles. Se trata de salir, de ir, de arriesgar. Recibir el Espíritu Santo es atreverse a arriesgarse, y el Espíritu lo que nos pregunta es si nos arriesgamos, si nuestra fe es arriesgada, porque esa es la señal del discípulo.
– Perdón, porque el amor cristiano no se mide por la sonrisa solamente, sino por la capacidad de perdonar incluso cuando no tiene sentido humano hacerlo. El único poder que recibimos, el único poder que recibe la iglesia es el perdón. No tendremos poder para tener éxito, ni para que todo nos salga bien; no tendremos poder para llevar siempre la razón. El poder que se nos da para caminar es el del perdón. No hay otro.
Tres son las palabras sagradas, y son palabras actuales. Son palabras que todavía hoy necesitamos tatuarnos en el corazón y desarrollar en cada una de nuestras vidas si queremos desarrollar el Espíritu. Antes morir que matar, antes salir y arriesgar que permanecer en casa atrincherados, antes perdonar que hacer cálculo de eficacia del perdón. Porque dos mil años después seguimos necesitando paz en medio de la violencia, envío en medio del encierro, y perdón donde tantas veces triunfa el rencor y la violencia.
Un solo corazón en muchos acentos
No es de extrañar que todo lo que provoca este acontecimiento de Pentecostés es nuevo: estruendo, viento, llamaradas con forma de lenguas. El resultado es que toda la casa, toda la Iglesia, quedó llena de Espíritu Santo y ellos, los discípulos, llenos también. Y así empezaron a comunicarse en toda suerte de lenguas. Y en medio de aquel estruendo, el milagro: cada uno los oía hablar en su propia lengua.
El Espíritu, queridos hermanos, no anula las diferencias, las armoniza. La unidad no es uniformidad, es sintonía. La Iglesia, desde Pentecostés, está llamada no a ser de un solo color, está llamada a ser universal, pero con una sola gramática: la del amor de Dios. Un lenguaje que se entiende en Guinea, en India, en Galicia, en Japón… Un lenguaje que es universal porque el Espíritu hace eso: un solo corazón en muchos acentos; un solo corazón por encima de diversas ideologías, de gustos y de culturas.
Eso que sucedió es lo que sucede hoy, porque nadie puede encerrar al Espíritu. El Espíritu no es propiedad privada de la Iglesia, ni de ningún grupo o comunidad. Sabe estar dentro, pero también se mueve fuera. Se cuela por las rendijas del mundo, susurra en los márgenes, arde en las periferias, grita entre los pobres.Por eso hemos podido rezar hoy con el salmo: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra». Porque nuestra tierra –nuestras comunidades, nuestras ciudades, nuestros corazones– necesitan ser repoblados de vida, de esperanza y de consuelo al ritmo de paz, el envío en una única misión y con el perdón como arma.
Un solo Espíritu
San Pablo también nos lo recuerda: un solo Espíritu, un solo cuerpo, muchos miembros. No todos hacen lo mismo, pero todos importan. La comunidad de Corinto, a la que escribe Pablo, lo había olvidado. Entre otras cosas tenían la manía de colocarse por encima de los demás y no valorar al resto.
Y por eso Pablo les llama a la unidad, porque la Iglesia dividida no deja hueco al Espíritu. Impide que entre. Porque donde hay divisiones, el testimonio se debilita, el mensaje se desdibuja. Solo el Espíritu de comunión hará creíble a nuestros vecinos y vecinas el Evangelio de hoy.
Iglesia en salida
Pidamos, entonces, al «dulce huésped del alma», al «Padre amoroso del pobre», que entre hasta el fondo de nuestras entrañas y visite lo rincones más oscuros y escondidos de nuestros corazones y de la Iglesia. Así, como hemos escuchado, sanará nuestro corazón enfermo y nos regalará su gozo eterno, como hemos dicho en la imponente secuencia antes del Evangelio. De este modo, no tendremos otro título que nuestra igual dignidad de bautizados, de testigos y de discípulos misioneros.
Por eso, queridos hermanos, queremos una Iglesia en salida, como decía el Papa Francisco. Una Iglesia que no se encierra en sus miedos ni en sus costumbres. Una Iglesia de discípulos y misioneros, de bautizados que saben que todos los dones que recibimos se pudren si los conservamos para nosotros mismos. Los dones recibidos están al servicio de los demás para complementarse unos con otros; no para competir, sino para compartir.
Nueva Creación
Todo esto –Paz, Envío, Perdón– se nos entrega desde la misma experiencia de la Resurrección. «Paz a vosotros», nos ha dicho Jesús, aun cuando las puertas están cerradas, y los ojos y los oídos también. «Paz a vosotros», y tras mostrarles las señales de su Pasión –esas heridas que son su carné de identidad– sopla sobre ellos y les da el Espíritu. Es el aliento de Dios, como aquel aliento del principio de la Creación, porque cuando se recibe el Espíritu sucede una nueva Creación.
La Iglesia, ahí, nace con la misión de reconciliar, de sanar, de llevar paz. No se trata de ser perfectos, sino de ir a las heridas abiertas, esas llagas del Resucitado que, como ventanas, nos muestra su rostro.
Regalo del Padre y del Hijo
La fiesta de Pentecostés, queridos hermanos, arranca y se celebra en la fiesta de la cosecha del trigo. Pero se desborda: ya no es la cosecha del trigo como aquel primer Pentecostés, es la cosecha del alma. Es el final de la Pascua y el inicio de la misión. Es el fuego que no destruye, sino que impulsa.
Pentecostés, por tanto, es regalo del Padre y del Hijo. Él es el consuelo en la pena, la fuerza en la debilidad, el empuje cuando nos falta el ánimo. Él ora en nosotros cuando ya no nos salen las palabras. Él hace nuevas todas las cosas, aun cuando creemos que todo está perdido.
Queridos hermanos y hermanas: feliz inicio de una nueva etapa, feliz nuevo día. ¡Feliz Pentecostés! Que hoy el Espíritu nos visite en esta catedral de nuevo. Y que nuestras vidas, nuestras comunidades, nuestras Iglesias, puedan ser testigos vivos de la paz que reconcilia, del envío que impulsa y del perdón que siempre libera.