Saludos, a los diáconos permanentes y sus esposas y familia, y a los diáconos que se ordenarán de presbíteros.
En este domingo VII del Tiempo Ordinario venís como peregrinos a esta vuestra catedral para el jubileo de los diáconos de esta Iglesia de Madrid. Diáconos permanentes y diáconos que pronto recibiréis la ordenación presbiteral.
En este día se está celebrando en Roma el jubileo de los diáconos. Se ordenan cincuenta nuevos diáconos, entre ellos dos de nuestra diócesis: Willy Vargas y Alejandro de la Concha.
Representáis, por tanto, la diaconía de esta Iglesia: la diaconía al pueblo de Dios, y la diaconía del pueblo de Dios, recordando con vuestra vida la vocación de servicio que tiene la Iglesia allá donde está.
La Iglesia es servicio desde el don bautismal, toda ella es ministerial, pero el diaconado expresa, al mismo tiempo que la impulsa, para que sea señal visible de su condición ministerial.
También el diácono que recibe la imposición de las manos en el orden al sacerdocio permanece siempre “diacono”, servidor. El Papa ha sugerido que deberíamos hablar de una “iglesia constitutivamente diaconal”. No os pertenecéis, ni sois autorreferenciales; vivís en un camino de servicio donde por el orden recibido aprendemos cada día a renunciar a nuestros planes y nos disponemos a acoger los planes de los demás a quienes se sirve en la comunidad diocesana.
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DIACONADO: LA LÓGICA DEL SERVICIO Y DEL ABAJAMIENTO
He aquí una de las tareas y responsabilidad eclesial que grava a fuego vuestra vida y misión de diáconos, que en alguna manera os identifica y os constituye como constructores de la comunidad eclesial desde el servicio y el amor gratuito del que habla el Evangelio de hoy.
Hoy es un buen momento para peregrinar hacia esa misión de ayudar desde vuestro ministerio a crear conciencia diaconal en la diócesis, enseñar al pueblo de Dios el estilo peculiar del servicio de Jesús. Recordarle que en el cuerpo de la Iglesia debe prevalecer siempre la lógica del servicio y del abajamiento porque Jesús, siendo de condición divina, se abajó hasta hacerse servidor de todos.
Jesús nos enseñó –enseñó a su Iglesia– que solo se ama sirviendo y solo se sirve desde abajo, lavando los pies. Si está ausente esta actitud y esta dimensión de servicio, todo ministerio se vacía, se vuelve estéril y se convierte poco a poco en profesión, donde solo cuenta la agenda, la programación, los horarios, las prisas, la eficacia… pero no hay ni miradas, ni sorpresas, ni una sonrisa, ni escucha. El Sínodo lo ha puesto de manifiesto referido precisamente al diaconado que debe promover “en toda la Iglesia una conciencia y un estilo de servicio hacia todos, especialmente hacia los pobres.” (DF 73)
El Sínodo –como antes el Concilio al restaurar el ejercicio permanente del diaconado en la Iglesia latina– vuelve su mirada a los orígenes y los instituye para el servicio de las mesas, para el cuidado de los más necesitados, de los huérfanos y las viudas, de los enfermos y ancianos. Queridos diáconos, en nuestra diócesis, como en tantos otros lugares, continúan existiendo muchos “huérfanos y viudas” que atender y consolar. Muchas mesas que servir para dar de comer al hambriento y dignidad a los que la pobreza se las ha arrebatado.
Los modos serán diferentes de aquellos primeros siglos, pero siempre permanecerá la ternura y el asombro del que descubre a Cristo en los que sirven, del que toca la carne de Cristo en el pobre. Os pido que, como San Lorenzo, nos mostréis la “riqueza” de la Iglesia de Madrid: los pobres. Enseñarnos a descubrir el rostro de Cristo y la voz de los más pobres. Que nos impulséis a clavar la mirada en el que está tirado en la acera de nuestra calle, en nuestro barrio, y no nos dejéis pasar de largo. El Papa decía a los diáconos de Roma: “espero que seáis centinelas, que sepáis ayudar a la comunidad cristiana a divisar a Jesús en los pobres y en los lejanos, ya que llama a nuestra puerta a través de ellos.” (19 junio 2021)
Por eso, con palabras del Sínodo quisiera deciros que “vuestra ministerialidad no se exprese más en la liturgia que en el servicio a los pobres de la comunidad.” (IS 11, g)
2. VIDAS MARCADAS POR EL EVANGELIO
No olvidamos que servís también al Pueblo de Dios en la diaconía de la Palabra en la liturgia. Pablo se considera “servidor de Cristo” y, a la vez, “apóstol por voluntad del Señor Jesús” (cf Gal 1,1,10). Servidor y apóstol, ambos ministerios están unidos. Quien anuncia a Jesucristo está llamado a servir a sus hermanos, y el que sirve está anunciando a Jesús. El discípulo es misionero y testigo del estilo de vida de Jesús: no he venido a ser servido sino a servir. Os recuerdo las palabras de la ordenación: “Recibe el evangelio de Cristo, del que ahora eres heraldo. Cree lo que lees, enseña lo que crees y practica lo que enseñas”. Unas vidas marcadas por el evangelio que proclamáis al Pueblo de Dios.
3. PREPARACIÓN DE LA MESA
Preparáis la mesa para la celebración de la eucaristía como expresión de vuestro servicio, el misterio de la entrega incondicional de Jesucristo. Pan partido y sangre derrama para la salvación de todos. La mesa en torno a la cual se reúne la comunidad, el pueblo santo de Dios, para escuchar la palabra de Dios que proclamáis los diáconos y donde se alimenta, en su camino hacia el Reino, de la eucaristía, fuente de comunión fraterna. Una fraternidad que conlleva el cuidado de unos por otros, el servicio reciproco de lavar los pies, reproduciendo el mandato del Señor: haced esto en memoria mía…haced como yo he hecho con vosotros. No es posible entender la eucaristía sin el lavatorio, ni el servicio sin la mesa del Señor.
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PEREGRINOS DE ESPERANZA
Así venís con el pueblo de Dios, no para caminar a mínimos o para “ir tirando”; la entrega de Cristo nos llama a aportar la vida sin condiciones. Es fácil amar a los que nos aman, es fácil ser buenas personas, es fácil caminar a mínimos como todo el mundo.
Jesús apunta más alto en nuestra peregrinación. Si vamos juntos, si aprendemos a vivir en la esperanza de los discípulos, nos alejaremos de la mentalidad de nuestro mundo.
Somos discípulos cuando el amor de Dios es nuestro paso; no mis intereses o los de mi grupo, no mi forma de entender las cosas. Actuamos como hijos de Dios cuando amamos a los enemigos. Jesús nos pide ser todo amor, todo generosidad. Esta desmedida del amor tiene su fundamento en la desmedida de la misericordia de Dios, que es todo bondad. Al odio, a la crispación, al enfrentamiento tan de moda hoy, solo se combate con el corazón asentado en Dios. La espiral de violencia se combate con una respuesta de amor. Este es el legado de Jesús que la Iglesia ha recibido y desea conservar y poner en práctica.
Así, queridos hermanos y hermanas, en este año jubilar, nos hacemos peregrinos de esperanza que descubren en tantas situaciones y circunstancias de nuestra diócesis, de nuestro mundo, esos “signos de los tiempos” que el Señor quiere que transformemos en signos, en llamadas de esperanza. Es decir, en obras que hagan viva y tangible la esperanza. La esperanza no es un don que se vive de un modo individual, sino que implica el compromiso de hacerla presente y eficaz en la comunidad y en la sociedad. No dejéis de señalar sus brotes.
El Papa nos ha convocado a ponernos en camino, a peregrinar hacia la puerta santa, a un encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, “puerta de salvación” que conlleve una profunda renovación y conversión de nuestras comunidades para ser discípulos misioneros que anuncien a todos a Jesucristo, “nuestra esperanza.” Por eso os pido que no dejéis de construir comunidades vivas y sinodales.
Anunciar la esperanza a una sociedad desesperanzada que vive una crisis de sentido, o en la espera con una esperanza fluida que se diluye ante las preguntas más apremiantes del espíritu humano, como el dolor, las injusticias, la muerte y el más allá.
Puede parecer una osadía anunciar esperanza en un momento de la historia en que todo parece mostrar desengaño en el presente, y un mañana sin futuro, donde parece que hemos fracasado en todos los intentos de aunar esfuerzos, consensuar respuestas y construir puentes de diálogo y encuentro. También en nuestra propia Iglesia padecemos cansancio, desánimo e incluso, a veces, en ciertos ambientes, desesperanza y enfrentamientos. Sin embargo –y a la vez– escuchando las voces de tantos desesperados y tanta gente que ha perdido el sentido del amor de Dios, descubrimos que, ante sus “agujeros” y desesperanzas, nuestra gente siente la necesidad de una búsqueda, de un ancla en que agarrarse o una luz que señale una ruta, un destino que atraiga o, en definitiva, un caminar suficientemente seguro y esperanzado.
Por tanto, es pertinente y responsable que anunciemos juntos y desde la fraternidad que hay una esperanza que no defrauda, que Jesucristo es “nuestra esperanza”;
Vivamos un jubileo que sea para todos ocasión de reavivar la esperanza, en la convicción de que “la fuerza de la esperanza cristiana puede colmar nuestro presente en la espera confiada de la venida definitiva del Señor Jesucristo.” (SNC 1). Y caminémoslo a ritmo de servicio, de fraternidad y de eucaristía llena de vida.
Gracias, queridos diáconos. Gracias a vuestras esposas y a vuestras queridas familias que estáis aquí hoy y que les sois tantas veces ayuda y sostén, que compartís la carga y también el gozo de su ministerio eclesial. Vosotros anunciáis en clave de amor familiar; es algo esencial, no es algo accesorio.
Gracias por vuestra entrega y disponibilidad a nuestra Iglesia. Que en este año jubilar se traduzca en luz que ilumine caminos de esperanza y servicio a tantos hermanos y hermanas de esta diócesis. Que vivamos un año lleno de alegría y confianza en la seguridad de que la esperanza no defrauda nunca, porque está anclada en el misterio de un Dios que se ha hecho hombre por amor a este mundo y nos ha salvado con su muerte y resurrección, asegurándonos así la esperanza cierta del encuentro definitivo con el Señor.