“Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” Quizás esta es la pregunta que hoy, a todos los que nos reunimos, es el propio Señor el que nos la lanza. Gracias por escucharla juntos. Querido vicario, queridos sacerdotes, diáconos, a los que nos acompañan en el altar, los monaguillos, y a todos los que habéis venido bien para ganar el jubileo de forma especial como grupo, o bien a cada uno de vosotros a celebrar el domingo.
¿Quién dices tú –sería la pregunta– que soy yo? Es lo que el Señor hoy con fuerza nos dice a ti, a cada uno de nosotros, pero también a nuestra Iglesia en general. Para responder con fidelidad, para no pasar y ya está, siempre necesitamos modelos e historias que nos ayuden y que nos den pistas para responder cada uno –con la mochila que trae– con fidelidad, y responder desde la fe.
Pedro y Pablo responden, respondieron, cada uno de una forma distinta, pero responden. Y esa respuesta, la de cada uno, es la que Cristo ensambla y nos la ofrece hoy. No sé si os habéis preguntado por qué la Iglesia siempre celebra a Pedro y a Pablo juntos, porque cada santo parece que debe tener un día especial y propio. Hoy celebramos la solemnidad de san Pedro y san Pablo porque son dos apóstoles diferentes, pero profundamente unidos en el amor a Cristo y a la misión única que Él les confió.
Pedro, crucificado en el circo de Nerón, enterrado en la colina vaticana. Pablo también decapitado en Roma. El prefacio de la misa de hoy nos lo explica muy bien: Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo fue el maestro insigne que le interpretó. Dos misiones, dos caminos, dos planteamientos, hasta dos divergencias, pero una única respuesta. Ambos congregan a la Iglesia, responden personalmente al Evangelio y adaptan las respuestas que dan no a lo que ellos piensan, sino a lo que la misión pide jugándose la vida por Cristo.
Así nace la Iglesia, por eso veréis que en el arte bizantino la muestra de Pedro y Pablo es siempre como los dos dándose un abrazo, simbolizando la unidad de la Iglesia en la diversidad desde el principio.
La clave es cómo respondemos a Cristo y cómo aprendemos no solo a hacer cosas buenas, sino a responder hoy “¿quién dices tú que soy yo?”. Pedro respondió, responde desde la fe y confiesa: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”; Jesús eso lo acoge y dice: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Este pasaje es el corazón de lo que llamamos la identidad cristiana. No es una pertenencia a la Iglesia cultural o como si esto fuera una ideología religiosa, sino que pertenecemos a la Iglesia porque hemos hecho una confesión de fe desde el corazón, viva y personal, y porque nace del encuentro de cada uno y cada una con el Señor.
Esta confesión que Pedro hace no le sale por razonamiento humano sino, como dice Jesús, porque Pedro ha escuchado a Dios y Pedro ha escuchado lo que Dios ha dicho en él. Claro que esta confesión –como las de cada uno de nosotros– no son confesiones perfectas ni definitivas. Poco después el mismo Pedro va a intentar disuadir a Jesús para que no afronte la cruz. No entendía bien a Jesús, pero lo confesó. No entendía el camino que Jesús le marcaba, pero se fio de Él y estaba dispuesto a ir donde Jesús le marcara porque estaba lleno de amor por el Señor.
Esa es la piedra. La piedra no es la fortaleza humana de Pedro, sino una fe fundada en la comunión con Dios. Ahí es donde Jesús quiere edificar su Iglesia: sobre aquella fe sencilla y abierta, no sobre una perfección doctrinal. La Iglesia se construye siempre sobre personas que se dejan transformar, sobre aquellos que se dejan cambiar por Cristo y por los hermanos.
Esa fue la respuesta de Pedro, pero Pablo también responde. El perseguidor, convertido en apóstol. Él no estuvo en esa escena de Cesarea de Filipo, pero se encontró también a Cristo, lo encontró en el camino, en la caída, en el cambio de dirección, en la crisis, en la debilidad. Y eso cambió la historia de la Iglesia.
Pedro y Pablo no tuvieron una relación fácil. Unidos en la misión tuvieron tensiones, como en Antioquía, donde Pablo reprochó a Pedro por separar a judíos y paganos. Ese conflicto, esa divergencia, subraya la evolución de la Iglesia hacia una comunidad abierta a todos, más allá de lo que era la observancia judía. Pero en la divergencia, ambos pusieron la fe y la voluntad del Espíritu en el centro. Ambos acordaron que la fe no es fruto de un esfuerzo personal; experimentaron que es un don recibido y sostenido por el Señor. Y fue la fe la que habló y no solo sus intereses.
Por eso, Pedro y Pablo son el fundamento para la Iglesia y esta es la verdad que hoy podemos abrazar con fuerza. La Iglesia, queridos hermanos, necesita a san Pedro y a san Pablo. Pedro como la unidad, la continuidad, la comunión visible en torno a Cristo. Pablo la pasión por anunciar a Cristo donde aun no ha sido oído, la creatividad misionera, la apertura a los nuevos lenguajes. Uno sostiene, otro empuja; uno confirma en la fe, el otro abre caminos; pero los dos entregan la vida por un mismo Evangelio.
Por eso, queridos hermanos, la Iglesia de hoy necesita a Pedro y Pablo juntos. No hay Iglesia sin Pedro, no hay Iglesia sin Pablo. No uno sin otro. No comunión sin misión. No tradición sin respuesta a la misión. No hay estructura sin Espíritu. Ellos fueron capaces de abrazarse juntos y así, en ese abrazo, edificar la Iglesia. Pero, si no hay Iglesia sin Pedro y no hay Iglesia sin Pablo, tampoco no hay Iglesia sin nosotros porque estamos llamados por Dios. No hay Iglesia sin la respuesta de cada uno de nosotros, porque Dios ha puesto también su misión, su voz, en cada uno de vuestros corazones, cada uno de los bautizados que estáis aquí.
Hoy en la diócesis de Madrid, en la Iglesia, necesitamos aprender a responder y redescubrir esta doble llamada para responder juntos, pero también para responder personalmente. Necesitamos aprender a ser una Iglesia unida en torno al sucesor de Pedro y al obispo, fiel a la tradición recibida y a la misión común. Pero necesitamos aprender a ser una Iglesia en salida, misionera, que no se parapeta en los templos, sino que se lanza a las calles, al metro, a las redes, al mundo universitario y a todos los que están sufriendo en nuestra ciudad. En una ciudad como la nuestra donde hay mucha prisa, indiferencia y desencanto, donde también hay mucha generosidad y búsqueda de sentido, la Iglesia en el abrazo de Pedro y Pablo está llamada a ser testigo humilde y alegre de la esperanza.
Y tú ¿quién dices que soy yo? Yo os invito a que cada uno haga su confesión de fe hoy, y la haga aquí en la Iglesia, como Pedro la hizo delante de Jesús y los apóstoles. ¿Quién dices que soy yo? Y juntos nos hagamos la gran pregunta: ¿qué está diciendo nuestra vida de Cristo? ¿Cómo respondemos con nuestra vida a esta pregunta? ¿Qué dice nuestra vida de Cristo? La vida de nuestra Iglesia, la de nuestras comunidades, la de cada uno de nosotros, ¿qué está diciendo de Cristo? Porque esa es la ofrenda que pondremos hoy en este altar. No vale solo repetir fórmulas ni hacer lo que otros han hecho. No se trata de decir palabras bonitas ni gestos espectaculares; se trata de escuchar a Cristo y dar la vida por Él, como Pedro y como Pablo. Se trata de que nuestra vida sea respuesta a lo que hemos escuchado.
Queridos hermanos, que el Señor nos conceda en esta fiesta la gracia de responder con una fe viva, sencilla y ardiente. Una fe que sea como la de Pedro, una fe que una como él. Una fe que envíe como Pablo. Una fe que transforme nuestra diócesis en tierra de Evangelio a ritmo de Pedro y Pablo.
Que san Pedro y San Pablo intercedan por nuestra diócesis, pidiendo hoy especialmente por el Papa León, sucesor de Pedro, para que pueda confirmarnos en la fe y en la entrega a nuestro mundo. Y que nosotros, como piedras vivas, sigamos sabiendo abrazarnos como ellos para edificar con alegría y humildad esta Iglesia del Señor.