Cristo se queda
Cristo se queda, se queda entre nosotros y eso lo cambia todo.
Bienvenidos a esta catedral, donde nos reunimos hoy con alegría para celebrar –como os decía– la solemnidad del Corpus Christi, la fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Ahí celebramos que Cristo se queda con nosotros; este es el gran regalo de esta fiesta.
Es una celebración que nace en el siglo XIII, cuando el papa Urbano IV la extiende por toda la Iglesia y, desde entonces, cada año, tenemos la oportunidad de profundizar en este misterio: Jesús se queda, no nos abandona, está presente en la Eucaristía.
Hoy abrimos de forma especial nuestro corazón para ahondar en este misterio grande, tan inexplicable pero tan cercano. Y lo hacemos con gozo, con gratitud, de muchas maneras, dentro y fuera de los templos, con flores, incienso, cantos… Toda esta expresión de fe popular que nos envuelve y nos ayuda a mirar con los ojos del corazón.
Se trata, simplemente, de aprender a adorar el cuerpo de Cristo y hacerlo junto a todo el Pueblo de Dios que camina unido, diverso pero unido; porque cuando adoramos no nos encerramos en nosotros mismos, sino que miramos fuera, salimos y anunciamos unidos en la diversidad, y así damos testimonio. Decimos a todos que la Eucaristía es la que alimenta nuestra esperanza común; y, junto a esta alegría y gratitud porque el Señor se queda, nos alegramos también de poder reconocer su presencia viva en su Palabra, en los sacramentos, en la vida diaria de su Iglesia.
Somos una Iglesia que camina por la historia con sus luces y sus sombras, pero siempre acompañada por Él, porque Cristo se queda realmente en la Eucaristía y en todos los que están dispuestos a ser cuerpo suyo. Es decir, en una Iglesia que se reconoce, que nos reconocemos habitada por Él; una Iglesia que se convierte en pan para el mundo, para una humanidad hambrienta de pan y de amor.
Alimento de esperanza
Esta fiesta también nos remite a todos al Jueves Santo, a la Pascua del Señor, a la Última Cena donde Jesús instituye la Eucaristía; el Corpus no se entiende sin esa noche santa. San Pablo nos lo decía hoy en la segunda lectura: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Es el testimonio más antiguo que tenemos de lo que pasó aquella noche. Pablo lo recibió de la tradición de los apóstoles y, desde ahí, llega a nosotros hoy.
Jesús en esa cena adelanta su entrega, que culminará luego en la cruz. Él mismo lo dice: “Nadie me quita la vida, la doy yo voluntariamente”. Por eso, en cada misa proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva, hasta que regrese con gloria acogiendo lo que nos pasa en cada día y en cada momento. Así, hoy reconocemos y aprendemos a ver de forma renovada esta presencia real, viva y comprometida de Cristo. Por eso, nos sentimos parte de este cuerpo y llamados a construirlo, a vivir como Él, a entregarnos como Él.
Hoy es un día luminoso, una fiesta de inmensa alegría y agradecimiento. Jesucristo se ha querido quedar con nosotros como alimento para nuestra debilidad, como pan de vida que da esperanza a los que caminamos juntos como Pueblo de Dios, como hemos expresado en el lema de este año: “Alimento de esperanza”.
Es precisamente la relación de la Eucaristía con la vida cotidiana lo que le interesaba a san Lucas en el texto de la multiplicación de los panes que acabamos de proclamar. Nos muestra una comida, al atardecer, al declinar el día, sobre la hierba, donde todos se saciaron y todavía sobró en abundancia. Una comida que está salpicada por abundantes signos de Jesús que prefiguran la Eucaristía: bendición, entrega, comunión. Ahí podemos entender los signos de lo que estamos celebrando hoy.
Una comida que nace de una acción extraordinaria de Jesús y fruto de la ternura de su corazón. Lucas nos decía que, antes del signo de la multiplicación, Jesús acogía, les hablaba del Reino y sanaba a los que tenían necesidad de curación. No olvidemos que esta multiplicación será como respuesta a la compasión de Cristo. A Jesús se le conmueven las entrañas al ver a aquella muchedumbre que están deseosos de escucharle, que buscan pan para que cure sus enfermedades, que alivie sus sufrimientos y que colme sus esperanzas.
Este es el contexto maravilloso de esta escena. No podemos pasar de largo sin aprender a contemplar, antes que nada, la compasión de Jesús, que descubre y sale al encuentro de las necesidades de su gente. Por eso, la Eucaristía se convierte en fuente de vida también porque, desde ella, Cristo quiere seguir cuidando y respondiendo a la gente, como en aquel primer momento.
Nuestro mundo, sabemos, necesita norte, referencias y hogares, lugares de comunidad. La Eucaristía que Cristo nos prepara nos ofrece este horizonte de esperanza para nuestro mundo. Estamos viviendo un Año Jubilar dedicado a la esperanza, la esperanza que ofrece Jesús se realiza cuando le dejamos que prepare su mesa para que haya sitio para todos y puedan saciar su hambre de pan, de felicidad, de sentido. En definitiva: el hambre de esperanza.
Portadores de esperanza
Pero Jesús en esta propuesta ha querido que sean sus discípulos los que lleven esta esperanza a la multitud: “Dadles vosotros de comer”. Y hoy, en este Corpus, continúa invitándonos a responsabilizarnos de tantas urgencias con las que tropezamos y convivimos cada día en nuestros barrios, en nuestras parroquias, en nuestras escaleras, en nuestras comunidades de vecinos: hambre, abandono, soledad, noches sin un techo fijo y un futuro sin seguridad.
“Dadles vosotros de comer” sigue siendo el encargo, ese encargo que Jesús Eucaristía continúa gritando a nuestros corazones como preámbulo de cada celebración. “Dadles vosotros de comer”, la pregunta sería: ¿a quién?, ¿a quién nos envía ahora el Señor a cada uno y como Iglesia?
Pero como nosotros, los discípulos sintieron la impotencia para satisfacer el deseo de Jesús y sugieren, antes que hacerle caso, aquella frase: “Despídelos, estamos en descampado, nosotros no podemos”. ¿Cuántas veces decimos esto a Jesús todavía?: no podemos, déjalos. Pero Jesús recoge esa insignificancia, Jesús da un paso adelante, recoge cinco panes y dos peces y a Jesús le basta con eso. Él no solo multiplica aquellas migajas, sino que transforma a los discípulos en servidores de aquel gentío hambriento, se los iba dando a los discípulos para que se lo sirvieran a la gente –nos ha dicho–.
Queridos hermanos, el Señor nos hace sus colaboradores, necesita, quiere nuestra solidaridad, nuestra fe y nos hace distribuidores de su compasión, de su esperanza, de su cuerpo y de su presencia. Venir a la Eucaristía nos hace eucarísticos, venir a la Eucaristía nos hace Eucaristía. Por eso Jesús nos pone a servir hoy, a servir a la mesa de este banquete donde se acoge a todos, donde se ha salido a los caminos y veredas a invitar a los pobres, mancos, cojos y ciegos; eso también significa comulgar.
Eucaristía y altar van juntos, Eucaristía del altar y Eucaristía del hermano. Así, nos decía san Juan Crisóstomo: “¿De qué sirve adornar la mesa de Cristo con copas de oro si Él está muriendo de hambre? No olvides al hermano necesitado porque ese templo vale más que este. ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo?, no lo desprecies cuando le ves desnudo, no lo honres aquí en el templo con vestiduras de seda mientras afuera lo abandonas en su necesidad”.
Puede parecer una meta muy larga, por eso los discípulos ponen excusas. Solo algunos ponen a disposición –como nosotros esta mañana– lo poco que tienen, y es lo que os invito a poner: cinco panes y dos peces, nada más. Solo algunos se desprenden de ese poco que tenían, como el óbolo de la viuda pobre que Jesús tanto alabó. Aquí apunta este año el lema de Cáritas: “La esperanza crece con cada gesto sencillo”. Sí, redescubrir el valor de lo pequeño, de lo cotidiano, de lo poco que tenemos pero ponemos adelante, aunque a veces puede parecer insignificante, en manos de Jesús siempre se multiplica.
Ayer celebramos la entrega de dieciséis jóvenes al ministerio del diaconado, hoy Alejandro se ha estrenado también predicándonos y cantando el Evangelio. Dieciséis puede parecer para Madrid muy poco, pero puestos en manos del Señor seguro que se multiplicarán con la acción de Dios. Como cada gesto, como cada paso pequeño que damos, en manos del Señor siempre llega a la multitud. Los pocos panes y los dos peces nos enseñan que lo que se multiplica es el amor que Jesús pone en sus manos.
Una sonrisa, una mirada que acoge, una escucha sin prisas, una soledad que se llena con una visita inesperada, todo esto se multiplica y prolonga la celebración de la Eucaristía. Nuestras fuerzas son pocas, pero el amor de Jesús lo puede todo. Una gota de Eucaristía comprometida provoca una corriente infinita de transformación, como el pequeño esfuerzo de los que prepararon aquella primera mesa.
Queridos hermanos, celebramos con gozo y agradecimiento este día, y nos sentimos convocados como Pueblo de Dios que camina en Madrid a ser sacramento vivo de la presencia de Dios en nuestro mundo, invitados a convertir en fraternidad y servicio cada Eucaristía, convencidos de que los gestos pequeños llenos de amor nos hacen peregrinos de esperanza, siguiendo a un mundo que peregrina en la historia con hambre de poseer una esperanza definitiva y cierta.
Cristo se queda con nosotros y nosotros somos sus discípulos. Eso siempre lo cambia todo.